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LA COLUMNA
Columna
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Embrollos

Josep Ramoneda

LAS IDEAS AVANZADAS por el ministro del Interior, José Antonio Alonso, a este periódico sobre el control de los imames que predican en España son una expresión del desconcierto que ha generado la aparición del terrorismo islamista en España. Alonso avanzaba "un escenario legal en el que se puedan controlar a los imames de las pequeñas mezquitas", e incluso "un control de actividades religiosas, de todas, no sólo de las islámicas". Estas propuestas, en un país en que hace tan sólo 30 años la religión católica hacía las veces de ideología de Estado y la dictadura intervenía en el nombramiento de los prelados, resultan por lo menos chocantes. Es cierto que el círculo fanático que conduce a jóvenes islámicos al terrorismo y a la autoinmolación pasa a menudo por las mezquitas y por los imames. Y es cierto también que en las sociedades de religión islámica el espacio de lo social y el espacio de lo religioso no están diferenciados como en las sociedades laicas y democráticas. Pero no es modificando fundamentos básicos de la sociedad democrática como la libertad religiosa y la libertad de expresión como se avanzará más rápido en la neutralización de los efectos de cierta propaganda religiosa sobre los militantes terroristas.

En España, la Iglesia católica sigue teniendo unos privilegios impropios de una sociedad democrática. Quizá por esta razón siempre se ha tratado a las religiones como si merecieran una atención especial o distinta que cualquier otra ideología o creencia. Y, sin embargo, el principio es muy sencillo: los predicadores, sean de la religión que sean, tienen el mismo derecho a la libertad de expresión que cualquier otro ciudadano, y la misma obligación de responder ante la justicia si en el ejercicio de sus libertades cometen algún delito. Éste es el espíritu constitucional. Y a él hay que adecuarse, retirando privilegios a quien los tenga, pero sin crear discriminaciones para nadie.

Los imames tiene derecho a la libertad de palabra y deben ser perseguidos por la justicia si cometen actuaciones de palabra o de obra tipificadas en el derecho penal. Una vez más, en la lucha contra el terrorismo sobran los aspavientos y el espectáculo mediático-judicial y falta mucho trabajo de información y de conocimiento de los medios sociales en los que se mueven -y, eventualmente, se forman- los terroristas. Trabajando sobre el terreno y no con decretos es como se detectarán los peligros y se podrán crear puentes que abran los sectores más cerrados al resto de la sociedad. La permeabilidad evita que se creen territorios cerrados e impenetrables.

La larga resaca del 11-M está llegando a la política parlamentaria. Es muy importante evitar dos cosas: la restricción legal de libertades y la confusión. Hay que ser muy prudente a la hora de legislar bajo la presión de la cuestión terrorista: o se hacen leyes inútiles, simplemente para buscar un efecto ante la opinión pública, o se restringen libertades, en tiempos en que el discurso de la seguridad lo encaja todo. Y es necesario pedir mucha responsabilidad a los partidos políticos ante la comisión de investigación sobre el 11-M porque sería lamentable que aportara más confusión que clarificación. La repentina conversión a los teorías conspiratorias de algunos sectores de la derecha mediática hace temer la estrategia del embrollo.

En cualquier caso, para la convivencia democrática es indispensable que se trabaje para romper la tendencia de determinados grupos sociales a encerrarse en nichos comunitaristas. Es muy comprensible que, en una primera fase, los inmigrantes busquen apoyo entre aquellos con quienes comparten origen y creencias. Pero ya no es tan comprensible, por buenas que sean las intenciones, que desde sectores políticos y organizaciones sociales, en nombre del multiculturalismo, se favorezca y se estimule esta tendencia a la separación y al aislamiento. Una sociedad democrática está hecha de ciudadanos autónomos que se respetan y se reconocen mutuamente. La función de las instituciones no es favorecer las barreras que separan y aíslan a unos grupos de otros. Provocar la comunicación y el intercambio es lo que hace que las asociaciones entre personas sean libres y no fundamentales.

A menudo me pregunto si tanto discurso entusiasta sobre la diversidad lo que esconde es una manera de tener al otro identificado, aislado, controlado. Es decir, reconocer la diferencia para mantener la distancia. Y si el comunitarismo multiculturalista, en el fondo, lo que está consiguiendo es la reaparición de las rígidas lealtades del mundo predemocrático en el mundo urbano que se construye sobre el principio de que la ciudad no es unidad sino pluralismo.

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