Ni hablar del peluquín
HAY UN TÍO en Nueva Jersey que me lee. A ver cuántos escritores del Estado español pueden decir lo mismo. Ese tío que me lee en Nueva Jersey le da un aire a Frank Sinatra de cuando Sinatra empezó a quedarse calvo, aunque mi lector no lleva peluquín. Frank era uno de esos casos paranormales de hombres que se avergüenzan de su calva y no se avergüenzan de sus peluquines. Frank presumía de su colección de peluquines. Se compró dos en esa tienda de peluquines de la Gran Vía donde hay una cabeza de maniquí con un mecanismo electrónico que hace que se le ponga y se le quite el peluquín una vez y otra hasta el aburrimiento. A mí, de pequeña me llevaban mis padres a ver el maniquí del peluquín y la iluminación navideña. No se metían en gastos. No como ahora, que a los niños les compran sus padres hasta la droga y los condones. Yo les doy el dinero y que se los compren ellos.
Mi lector y yo montamos en el ferry. A mí me daba miedo que mi lector fuera un psicópata o así y que, en un arranque, me tirara al Hudson metiéndome previamente mis artículos en la boca en homenaje a los buenos ratos que le hago pasar. Por si acaso, le pedí a mi santo que me acompañara. Tampoco es que me fíe al cien por cien de mi santo, porque después de ver películas como Crimen perfecto (versión antigua y remake) te queda la duda de quién es el individuo que duerme contigo. Mi lector de Grazalema y mi santo se hicieron íntimos, y como dos psicópatas en potencia fueron hablando toda la travesía de temas tales como la recogida de la oliva y del campo en general. Pues vaya conversación, pensaba yo, para ese plan no se viene una a Nueva Jersey. A mí es que no me gusta que me roben protagonismo, en eso soy como todos los escritores. Afortunadamente, a las dos horas se percataron de mi falta de interés hacia el tema aceitunero y me dieron cuartelillo. A ningún escritor español le ha enseñado un lector de Nueva Jersey el pequeño aeropuerto de donde salió la avioneta pilotada por John-John Kennedy el día del fatal desenlace. En dicho aeropuerto hay un bar muy curioso con souvenirs de la II Guerra Mundial. A la caída de la tarde, puedes escuchar en la barra a unos pilotos castizos de Nueva Jersey contar: "Yo le advertí a John John que no saliera, que el cielo amenazaba tormenta". Según la revista Vanity Fair, John-John salió demasiado de noche por culpa de su señora, que se estaba haciendo las uñas, no le gustó el esmalte y obligó a la china-manicura a empezar de nuevo. Se ve que la china, resentida, le echó una maldición. Yo de pequeña era fanática de Kung Fu y soy de la opinión de que cuando sale un chino con poderes más te vale tener a ese chino como amigo. El de Grazalema nos llevó de vueltaa Manhattan en su coche y me regaló un sacacorchos. ¿Qué escritor tiene un lector de Grazalema que vive en Nueva Jersey y te regala un sacacorchos por admiración? Pues ríete, que a cuenta del sacacorchos casi me llevan presa en el aeropuerto. Me decía mi santo delante del policía: "¿Pero cómo se te ocurre meterte ese pedazo de sacacorchos en el bolso, insensata?". Mira, tuve que contar hasta diez para no emular a Sharon Stone con el picahielos en Instinto básico. Créetelo.
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