Un euro, por favor
Hace bastantes años escribí un relato titulado Una peseta no es dinero, basado en una experiencia real ocurrida a finales de la década de los sesenta. Se trataba de un hombre que a cambio de una peseta se comía una bombilla. Lo hacía habitualmente en el paseo de la Alameda, de Valencia. Y ese era el modo que tenía de ganarse la vida, lo mismo que otros se la ganan fabricando o vendiendo las bombillas.
Lo recuerdo así: ante media docena de curiosos, el comebombillas anunciaba su estrambótico (y cruel) espectáculo con estas palabras: "¡Escuchen bien, una peseta no es dinero, por una peseta me como una bombilla, anímense!"
Y lo hacía. Nada más caer las pesetas en su gorra que ponía en el suelo, el comebombillas se introducía una bombilla, naturalmente fundida, en la boca y empezaba a masticarla con cara de fakir arruinado.
La compañía Iberia ha pasado de atiborrar y emborrachar gratis en todos sus vuelos a los viajeros, a no darte ni una gota de aire
La gente no daba crédito a lo que veía. El comebombillas trituraba el cristal y se tragaba ese disparate hasta no poder más. Entonces se ocultaba detrás de uno de esos enormes árboles de la Alameda y, con disimulo, escupía los vidrios ensangrentados, bebía un buen trago de agua, se enjugaba las lágrimas y, medio muerto, saludaba al público que le obsequiaba un breve y sádico aplauso.
Todo esto ocurría tal como lo cuento entre el puente de los Viveros y el actual puente de Calatrava, el lugar elegido por el comebombillas, que casi con toda seguridad malvivía en el río.
No sé cómo terminé aquél relato, ni tampoco la suerte que corrió el hombre ni la historia que él mismo me inspiró, aunque sospecho que debí inventarme un desenlace trágico por el que el triturador de bombillas sufría una hemorragia mortal mientras escuchaba los vítores de la concurrencia. Tampoco tengo ahora la menor idea de si el cuento se publicó en alguna revista literaria hace cuarenta años, o de si anda perdido en algún armario.
Lo curioso es que ha vuelto este episodio el otro día a mi memoria cuando en un vuelo regular de Iberia, de Valencia a París, me pidió la azafata que pasaba el carrito de bebidas un euro a cambio de un botellín con 33 cl. de agua que ni siquiera estaba fría.
-¿Cómo? ¿Pagar el agua? - pregunté extrañado a la azafata.
-Sí, señor. Desde hace varios meses ya no damos nada gratis en los aviones. Si quiere comer, tiene que pagar la comida (me entregó el menú), y si quiere beber, tiene que pagar la bebida.
Y al decir esto, la azafata abrió la mano como un mendigo en espera del euro.
Pero yo no llevaba un euro. Tenía el billetero en la chaqueta. Y la chaqueta en el compartimento del equipaje de mano. ¿Podría darle ese euro nada mas aterrizar?
-Imposible, señor -replicó tajante la azafata- tengo que cobrarlo ahora.
Yo había empezado a beber el agua y no era cuestión de devolverle el botellín a medias. Le propuse que trajera mi chaqueta para no tener que molestar a los viajeros amarrados a sus asientos en la misma fila. Pero no. ¿Acaso no tenía bastante trabajo empujando el carro y cobrando un euro aquí, otro allá y así hasta la lejanísima cola del aparato?
Tampoco aceptaba tarjetas de crédito por cantidades inferiores a los seis euros. O sea, el euro contante y sonante.
Menos mal que la señora sentada a mi lado se ofreció a prestarme aquel euro a menos que yo optara por pagarle a ella el surtido de ibéricos que acababa de pedir y que costaba nueve euros, porque en tal caso a esos nueve euros añadiríamos mi euro y quizá tres euros más de una cerveza también para la citada señora, y así podría pagar todo con mi Visa y ella, la señora, me abonaría en metálico sus doce euros de consumición, y todos la mar de contentos. ¿Qué le parece?
Yo estaba hecho un lío. Empezaba a marearme. La azafata decía que era una buenísima idea. Le parecía genial que llegáramos entre nosotros a un acuerdo de esta naturaleza. Pero, por favor, lo antes posible. El vuelo sólo dura un par de horas. Y el trabajo era enorme. Así evitábamos una más de las innumerables broncas que se producen a bordo desde que Iberia cobra el agua. Ya pensaban en la oportunidad de poner un cartel antes de la subida al avión advirtiendo que los viajeros llevemos un euro en la mano si queremos beber agua en el aire.
Solucionado el problema cerré los ojos para recrear en mi memoria la escena de aquel remoto personaje que se tragaba las bombillas por una peseta proclamando que una peseta no es dinero, que él trituraba una y mil bombillas por una sola peseta, anímense... señoras y caballeros.
En efecto, una peseta era entonces poca cosa pero ahora -pensé- todavía era menos ya que habría necesitado 166,39 de aquellas monedas rubias para merecer un vasito de agua a bordo, a menos que prefiriera amorrarme directamente al grifo del avión.
Desfilaron luego las azafatas con otros carros repletos de artículos variados que anunciaron a bombo y platillo por la megafonía. Mostraban relojes a 320 euros, bolígrafos de 120 euros y cajas de puros al precio excepcional de 83 euros. Las azafatas gesticulaban y se movían como vendedoras de El Corte Inglés en la semana fantástica. Agitaban sus maquinitas calculadoras y proclamaban que un euro no es dinero, anímense, señores viajeros, aflojen la pasta que alguien lo agradecerá. ¿No era todo esto un delirio suntuoso de prosperidad? ¿No era como para que nuestros alerones repicaran de júbilo?
Debo añadir que, así las cosas, en absoluto me habría sorprendido ver al piloto y copiloto ofertando ollas a presión, lencería fina, complementos para el hogar o productos de cosmética en este inigualable festín de elevado consumo. ¿No dicen que los aviones surcan los cielos divinamente solos, como muchas orquestas sinfónicas que jamás desafinan en ausencia de su director? Pones el automático y te olvidas de mandos y batutas. Así que las compañías podrían ahorrar carne profesional, y no sólo agua y alpiste para los pájaros en clase turista.
Es muy cierto que las virtudes de nuestros antepasados son nuestros vicios. La compañía Iberia ha pasado de atiborrar y emborrachar gratis en todos sus vuelos a los viajeros, a no darte ni una gota de aire. Pero eso sí, te venden el nuevo ahorro como si restituyeran algo que te fue usurpado, pues el eslogan -no se lo pierdan- proclama: "¡Decide qué quieres tomar!"
Por mí, nada. No se apuren. Y los carritos al supermercado. Ningún problema. Porque subiremos al avión con el bocata de atún y cebolla envuelto en papel de periódico, y la paja para chupar entre los dientes, y el vinito del terreno.
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