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Un presidente aplazado

El cierre de la crisis del PP, por más que fuera en falso, volvió a generar expectativas esperanzadoras sobre la autoridad del presidente de la Generalitat para resolver algunas situaciones enquistadas desde su llegada al poder. Vana ilusión para quien la tuviere. Todos los indicios y todas las fuentes consultadas señalan la misma dirección: el quietismo presidencial, lejos de ser una actitud forzada por aspectos coyunturales, empieza a ser estructural. Los antecedentes y una previsión sobre cuál puede ser su comportamiento inmediato así lo indican. Veamos el pasado y aventuremos el futuro, partiendo del presente.

Francisco Camps apenas si tuvo tiempo de disfrutar de su amplia victoria electoral en las autonómicas del 2003. Al poco, algunos de sus correligionarios, claramente identificados con Eduardo Zaplana, iniciaron una rebelión de tal calibre que faltó el canto de un euro para que el presidente tirara la toalla. La bronca concluyó con un ucase decretado en la Moncloa que obligó a Camps a arriar la bandera del valencianismo y a renunciar a cuantas señas de identidad diferenciales había establecido respecto de su antecesor que, por otra parte, no eran tantas ni tan sustanciales. El presidente aplazó sus intenciones para mejores tiempos. El horizonte de las elecciones generales obligó a la prudencia y a la mesura. El mensaje desde la calle Génova de Madrid, sede central del PP, era claro: no hagan olas. El presidente se hizo el muerto, mientras a su alrededor menudeaban las aletas dorsales. Su disciplina no fue suficiente para evitar la derrota de su partido. Y, sin apenas tiempo para tomar aire, los más afines a Zaplana volvieron a echarle otro órdago que Camps ganó con la ayuda inestimable de Rajoy y Acebes a cambio de volver a flotar como una tabla de aquí a las elecciones europeas, pasadas las cuales -dicen- el presidente emitirá tímidas señales de que hay vida en el Palau para volver a refugiarse en su mutismo hasta que el congreso regional del PP, a celebrar allá por noviembre, le otorgue la autoritas y la potestas y, entonces sí, se decida a gobernar libre de trabas y ataduras. Para entonces habrá pasado año y medio desde que fue investido presidente, periodo al que si se le añade los meses de enero a mayo de 2007, inhábiles por su carácter electoral, supondrá que Camps no habrá gobernado con normalidad durante la mitad de su mandato presidencial.

Nada, sin embargo, garantiza que pueda hacerlo durante 2005 y 2006. En la actualidad, Camps se encuentra atrapado en un dilema: tiene que mantener a machamartillo el discurso de Eduardo Zaplana sobre cuestiones como PHN y Terra Mítica para no ser acusado de traidor desde el sector zaplanista. Y no puede construir un discurso propio, basado en el valencianismo, la reforma del Estatuto, del Senado o la reivindicación del Derecho Civil valenciano porque será tildado de nacionalista, desviacionista y heterodoxo respecto de la línea oficial de su partido. Por eso (para no ser víctima del "fuego amigo") renuncia a tener voz propia en el debate sobre el modelo de Estado (pese a que el programa del PP contemplaba la reforma estatutaria), limitándose a reclamar que el PSOE se aclare. Es esa renuncia a la política con mayúsculas y a la necesaria manifestación de una personalidad propia la que le lleva a refugiarse en la gestión (PHN, AVE, Copa del América), a adoptar una posición reivindicativa frente al gobierno socialista, y a seguir aplazando la toma de decisiones de los problemas internos. Pero con esa estrategia corre el riesgo de quedar aplazado él mismo un año de éstos..., por los socialistas, claro.

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