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IDA Y VUELTA
Columna
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La enfermedad

El último pésame que di fue al hermano de una víctima del sida. Por desgracia, no era la primera vez, aunque en los últimos años la cosa parecía haber mejorado. El otro día, un periódico informaba de que los colectivos homosexuales están alarmados por el resurgimiento de la enfermedad y por la relajación en los hábitos sexuales. Esto se traduce en cifras de infectados y, según los expertos, certifica el fracaso de las campañas oficiales de concienciación. Basta mirar la página de contactos de cualquier periódico para descubrir cientos de anuncios que venden servicios sexuales sin preservativo. El concepto sin es un plato más de una carta en la que los riesgos aparecen sin previo aviso. Con las películas pornográficas ocurre lo mismo. Hace unos años, se observó un esfuerzo por imponer el preservativo entre los actores. Los que participan en la industria, no obstante, han llegado a la conclusión de que el consumidor prefiere disfrutar del espectáculo sin la intermediación de un preservativo, lo cual ha obligado a las productoras a multiplicar sus controles sanitarios.

¿Existe de verdad una sexualidad autodestructiva que, sabiendo a lo que se expone, prefiere arriesgarse?

Hay muchas opiniones al respecto. En países subdesarrollados y castigados por el virus, esta dejación responde a circunstancias económicas. En zonas más privilegiadas, en cambio, resulta exasperante comprobar que este abandono no sólo se contagia, sino que, en según qué ambientes, adquiere categoría de ruleta rusa, quizá porque ya existe una primera generación de adultos que nacieron en la era del sida y que dice querer recuperar la libertad anterior a la epidemia. Didier Lestrade, periodista francés fundador de Act Up, la organización que más luchó por defender los derechos de los enfermos e infectados, ha escrito un libro documentado y demoledor. Se titula The end, lo cual ya resulta significativo. Lestrade padece la enfermedad y lleva mucho tiempo combatiéndola. Tras décadas de activismo, se ha refugiado en el campo y se dedica a reflexionar sobre la desquiciada realidad de la sexualidad homosexual. Su diagnóstico, basado en un milimétrico conocimiento del terreno, es apocalíptico aunque, me temo, realista.

Cuenta Lestrade que en Francia abundan cada vez más los locales de intercambio sexual basados en mantener relaciones sin condón. Esta práctica, llamada bareback, está extendida en todo el mundo (Barcelona inclusive) y reúne en los cuartos oscuros a aquellos a los que no les importa arriesgarse al contagio. Hay quien incluso presume de ello y escribe libros en los que los protagonistas se dedican premeditadamente a cortar la punta de sus preservativos para extender la epidemia. Lestrade se escandaliza, quizá sin tener en cuenta que la conducta autodestructiva está muy extendida más allá del ámbito sexual. Cree que esta relajación, amparada en la coartada de la libertad individual, es un acto de violencia sexual. ¿Las razones de este cambio? "Cuando los homosexuales vieron que los tratamientos funcionaban, empezaron a comportarse de un modo extraño. Apareció el relapso. Algunos homosexuales empezaron a follar sin condón". Bares, organizaciones, portales de Internet, plataformas que antaño acogían a los más irreductibles activistas antisida se doblegaron al discurso de la elección individual. Resultado: en París hay locales de intercambio que venden 60.000 entradas al año y que pasan olímpicamente de tener preservativos. La desesperación de Lestrade es un síntoma de una impotencia generalizada. Su reflexión, sin embargo, ideada para movilizar, ha sido acogida con una mezcla de fastidio, tristeza y resignación. Como un pésame.

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