Una nueva Europa
Catorce largos años después de la caída del muro de Berlín, el día de hoy marca en Dublín un hito de esperanza para Europa con la integración de 10 nuevos miembros en la UE, ocho de los cuales quedaron del otro lado del telón de acero durante la guerra fría. No cabe hablar de reunificación del continente, pues salvo algunos intentos marcados por las botas y no por la voluntad de sus ciudadanos, esta Europa nunca ha sido una. Por ello, el paso que se da hoy tiene aún más calado histórico, pues se trata de la primera, aunque aún incompleta, unificación voluntaria, pacífica, democrática y basada sobre valores comunes de estas tierras surcadas de cicatrices. La UE de estos 450 millones de ciudadanos que son sus protagonistas se convierte así en el primer y mayor bloque democrático del mundo, exceptuada India.
Desde España sabemos de lo que hablamos. La integración europea ha sido un factor esencial para la democratización, la modernización económica y la apertura al mundo de este país. Hoy no se entiende España al margen de Europa, circunstancia ya natural para los más jóvenes y que fue una aspiración largamente soñada por la generación que protagonizó la transición. También lo es para estos países que siempre han sido europeos, pero que en estos 14 años han tenido que hacer el esfuerzo de tres transiciones simultáneas, de mayor alcance aún que la española: el paso de regímenes totalitarios soviéticos a la democracia parlamentaria; de sistemas de planificación central a economías de mercado; y de la asfixia del Pacto de Varsovia a integrarse en una Europa libre, convertida en actor mundial, aunque limitado. Ahora bien, ante ninguna ampliación anterior de la UE se han tomado tantas medidas de salvaguardia frente a posibles retrocesos democráticos en unos países aquejados de algunos males, muy principalmente el de la corrupción, al que tampoco escapan algunos de los actuales integrantes de la UE. El factor político más preocupante, sin embargo, puede ser el ingreso de un Chipre dividido.
El salto de 15 a 25 no es meramente cuantitativo, sino cualitativo. Previsiblemente, esta UE más amplia y más diversa tendrá más dificultades para avanzar en su integración; desde luego en una política exterior común. En todo caso, se basará menos en las decisiones por consenso, y más en las votaciones por mayoría. De ahí la importancia que revisten las negociaciones en curso para modificar este reparto de poder en la próxima Constitución europea, tratado que, sin embargo, no resuelve todos los problemas institucionales para que funcione bien una Unión ampliada a 25, y pronto a 27 o 30. La UE no está plenamente preparada para la ampliación. Tampoco lo están los nuevos miembros, como significativamente revelan los retrasos en la traducción de todo el acervo comunitario a las nueve lenguas oficiales nuevas que vienen a añadirse a las 11 existentes.
Pero tampoco las anteriores ampliaciones estuvieron bien preparadas. Pese a los agoreros, todas ellas han funcionado -con algunas renegociaciones por medio-, y les han seguido nuevos pasos en la integración. El frente económico es un juego de suma positiva en el que todos pueden ganar. Los nuevos miembros son, en general, más pobres, pero crecen más que los 15 y cuentan con un capital humano y tecnológico muy competitivo. Nadie ha muerto de competencia, si sabe reaccionar. La ampliación puede actuar de revulsivo económico, desde luego, para una España que tiene que cambiar su patrón de crecimiento e invertir más en su futuro, en educación e investigación. También en un mayor conocimiento social, diplomático y empresarial de los nuevos socios para situarse bien en esta nueva Europa cuyo centro de gravedad, de momento, sigue estando entre París y Berlín. La rectificación de rumbo por el Gobierno de Zapatero a este respecto es más que oportuna.
Una Europa más grande tiene que ser una Europa más solidaria. El éxito de la integración de España, Irlanda, Portugal o Grecia lo demuestra. Los aires cicateros que soplan desde las capitales de los 15 son fruto de la miopía. El dividendo de la paz que ha supuesto el fin de la guerra fría, pese a las amenazas del terrorismo, debería reinvertirse en una política de cohesión económica y social a escala europea aún más necesaria que antes. Y también la solidaridad debe volcarse hacia afuera, hacia esas nuevas vecindades de la Unión, como Rusia, Ucrania y Oriente Próximo, o más antiguas, como la ribera sur del Mediterráneo, con nuevas políticas que pueden llevar a construir la mayor área económica del mundo.
El reto central es transformar estas nuevas energías en impulso y peso político para la UE. La diferencia entre la nueva y la vieja Europa de Rumsfeld es un espejismo. Lo que nace es una nueva Europa, complicada, sí, pero de todos los 25.
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