Saber dibujar
He escrito ya algunas páginas intentando explicar que Dalí no sólo representa una escenografía anticuada, una reacción disfrazada de aristocracia y una moral discutible, sino que es -y esto parece mucho más importante- un artista de escasa calidad. Quizá lo he explicado mal, quizá todo el mundo está justamente convencido de lo contrario o quizá este país ha perdido la capacidad polémica e incluso la fluidez del diálogo. Porque la respuesta a estas opiniones, que creo que comparto con algunos críticos de arte, ha sido prácticamente nula, si exceptuamos algunos chistes de sobremesa y de tertulia privada, a las que todo el mundo llega con el prejuicio de que Dalí era un gran dibujante y de que cualquier duda al respecto es un simple exabrupto. De las tres posibles justificaciones de ese desierto de respuestas y reacciones la más plausible es la primera: sin duda lo habré explicado muy mal; aunque, a pesar de ello, no descarto la escasez de polémica pública. Y por lo tanto, insisto otra vez en aquellas opiniones para lograr una cierta resonancia dialogable.
No es la única ni quizá la más importante, pero no hay duda de que la calidad expresiva del trazo es una de las condiciones en la valoración de una obra plástica. Es decir, la buena resolución de lo que tradicionalmente se llama dibujo. Esa facilidad y esa capacidad no se reducen ni mucho menos a la reproducción textual de un objeto, una figura o un paisaje natural. Es algo que tiene su propia identidad y que se incluye en lo que Eugeni d'Ors llamó "pensamiento figurativo". Es evidente que el trazo -el dibujo- de Picasso es un hecho plástico en sí mismo. Pero también lo es en Mondrian, en Klee, en Pollock. Y en Goya, en Rubens, en Rembrandt, a los cuales la calidad del trazo -además de otros valores evidentes- les eximía de caer en la frivolidad de la simple representación imitativa como hicieron, en cambio, los pompiers -tan admirados por Dalí-, que habían perdido la prioridad expresiva del dibujo enfrente del pastiche. Y reduciéndonos a nuestro ámbito más próximo, hay que reconocer que la expresión autónoma del trazo es un hecho fundamental, por ejemplo, en Miró y en Tàpies, dos dibujantes extraordinarios que nunca utilizaron el dibujo para imitar al modelo, sino para deformarlo y lograr una significación propia en una irrealidad expresiva. El caso de Miró es extraordinario. No me refiero sólo a los primeros bodegones y paisajes -Natura morta del conill y La masía, por ejemplo- ni a las estilizaciones más figurativas de los años treinta, en los que el dibujo es incluso forzadamente presidencial, sino a sus etapas de mayor abstracción formal. El tríptic per a la cella d'un solitari y L'esperança del condemnat a mort son el punto extremo en ese esfuerzo para dar expresión dramática a un contenido explícito, utilizando casi una sola línea cuya propia vibración es a la vez función y forma.
Esta huella expresiva del trazo no aparece casi nunca en Dalí porque, al contrario de lo que se suele decir en las conversaciones frívolas, no era precisamente un buen dibujante, lo cual se explica claramente en los ejercicios propiamente delineados, tanto en la primera época como cuando recurrió a la acumulación gráfica de geometrización arbitraria en la que se confunden perfiles, sombras y símbolos deformados por un recalcitrante decorativismo. El Sant Jordi i el drac con el que el Ayuntamiento ha ilustrado las invitaciones para los actos del último 23 de abril es un ejemplo de esa relativa torpeza lineal. Es lástima que, puestos a homenajear a Dalí, no se haya encontrado una pieza menos comprometedora, que se nos ofrece como una demostración de la crítica que formulamos.
La falta de destreza en el dibujo ha influido en sus métodos pictóricos a lo largo de toda su vida. Los recursos han sido dos, utilizados incluso simultáneamente: las fórmulas simplemente académicas y la base fotográfica como referencia. Imitar la naturaleza según los métodos académicos es un camino de fácil aprendizaje, que no requiere ninguna artisticidad y acaba eliminando los últimos residuos de la expresión personal, cediendo a un anonimato que se aproxima a cierta vulgaridad fotográfica, una vulgaridad que se subraya todavía más cuando se utiliza directamente la fotografía como base compositiva de cada argumento pictórico. Ese academicismo tan alejado de las experimentaciones vanguardistas de su misma generación es el punto más negativo de la obra pictórica de Dalí, en la cual, no obstante, interviene a menudo la habilidad del disimulo, adoptando contenidos que parecían proceder de una parte del surrealismo europeo, aunque no fuese precisamente el de mayor trascendencia cultural.
Toda crítica concreta y hasta sectorial tiene el peligro de ser interpretada con demasiada generalidad. La vida y la obra de Dalí son lo bastante complejas para encontrar otras líneas suficientemente importantes. Por ejemplo, todavía se insiste poco en su extraordinario valor literario. Él dijo -con intención de epatar o de sumar contradicciones espectaculares- que era mejor escritor que pintor. Me parece una consideración -y una autocrítica- muy inteligente que hay que tomar más en serio.
Oriol Bohigas es arquitecto.
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