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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Pinotxo en el mercado de los prodigios

La contaminación lumínica eyaculada por las urbes en llamas ha exterminado casi al completo las luciérnagas. Recuerdo, de niño, descubrir entre matojos les cuques de llum en plena incandescencia y quedar hechizado. Pero, como en los relatos infantiles, colorín colorado, este cuento se ha acabado. Son tantos los elementos sepultados por la modernización con hedor a Estado de bienestar que raramente uno topa con lugares, objetos y sujetos que te succionen, siempre la luz de esas luciérnagas en la mente, y te conviertan en un adicto como sucede con el bar Pinotxo en el mercado de la Boquería. Uno llega a la barra, se libera del maniquí de diseño maculado de ansiedades diversas y deja sus sentidos en manos de Juanito. El dueño del local, engalanado con uno de sus chalecos tipo maître años veinte, recuerda al actor napolitano Toto dirigiendo desde su centro de operaciones la gula del visitante, y si no le sirve un plato de garbanzos con morcilla, le sirve unas impresionantes croquetas de setas, por no hablar de unas mongetes del ganxet con chipirones. A la hora de elegir, Juanito te hace un raudo estudio introspectivo y adivina de qué carece tu alma. Puede plantarte un delicioso txutxo frente a tus narices, señal de que a tu vida le falta dulzor; puede prepararte su cortado "deconstruido", bandera bicolor de leche, café y nata, signo de que tu existencia carece de vitalidad, o puede, con salero, ofrecerle a la señora más sofisticada una flauta de tortilla de berenjenas con allioli.

La modernidad impide que uno se tope con lugares que te succionen y te hagan adicto, como sucede con el bar Pinotxo de la Boqueria

Mucha sed ha saciado la fuente de Canaletes desde que la matrona de la familia abrió su pequeñísimo establecimiento. En el 41, cuando despachó por primera vez, La Rambla era patrimonio de la miseria de los ganadores y de los vencidos, y los marinos americanos no habían vaciado aún sus efervescencias en las rameras de los aledaños del teatro Principal. De esa realidad nació el bar, más tarde apodado Pinotxo como homenaje a un perro de la familia. Y a esa realidad fueron sumando sus esfuerzos los hijos, Juanito y María, y más tarde, tras pasarse el año de lactancia guardados en un capazo en la huevería de enfrente y la infancia y la pubertad entre olores de frutas, pescados y casquerías, los nietos, Jordi y Albert. El árbol genealógico enraizado en un diamante pulido que nunca ha vivido de espaldas a la evolución de la ciudad, pero que ha sabido mantener a salvo su esencia hasta convertirse en un punto indispensable para cualquier visitante. En los años cuarenta, servían solo escudella para los trabajadores del mercado. Más tarde, los clientes llevaban la materia prima y ellos la cocinaban. Ahora brindan a los parroquianos su amplia oferta y su plato del día con el mimo que los ha hecho eternos. Con la energía que emana de los trabajadores del Pinotxo, es extraño que no amanezca más temprano. Juanito levanta la persiana a las 5.30 con las pilas cargadas para convertirse en el guardián de los centenares de estómagos necesitados. Los noctámbulos veinteañeros abandonan las pistas de baile para internarse en la Boqueria en busca de un plato de callos que los mantenga en pie para seguir el camino hacia los after hours. Ni churros ni magdalenas, callos porque mamá no los cocina. Y los clientes de la mañana prefieren la copa de cava a un café adulterado con sacarina. Aquí quien manda es Juanito, conocedor de que la oferta va a la par de su poder de seducción, orgulloso de tener clientes ilustres del gremio, Adrià, Arzak, Isidre, e ilustres de otros continentes y contenidos, como Jean Paul Gaultier, que cada vez que visita Barcelona no pierde la ocasión de llamar y decir: "Juanito, me haces un hueco en la barra".

Mientras estoy sentado degustando un cap i pota, llegan César del restaurante Colibrí y Carles del restaurante Billares. Son clientes de los que Juanito dice, con sonrisa de rufián napolitano, que vienen a copiar, como todos los demás. Porque Juanito tiene cuerpo de boxeador peso Welther y una lengua afilada, y cuando estás a su lado lo mejor es callar y escuchar. Es el prólogo perfecto para congratularse con la nueva jornada laboral. Y atención, mujeres de la tierra: la rapidez con la que Juanito os envuelve en frases picantes deja a vuestros hombres absolutamente desarmados. A una clienta la observa con picardía y le suelta: "Los matrimonios que viven felices es porque yo les he dado consejos". A lo que ella le contesta: "Pues ya le traeré a mi marido". Diálogos que piden la vez para tener su oportunidad y darles un sentido más a horas aturdidas por la rutina.

Con el atardecer todo se calma y la ciudad vuelve a entorchar el cielo en un intento desesperado de continuar latiendo. Esta desesperación ha propiciado la desaparición de muchas cosas que estaban demasiado a nuestro alcance para darles importancia y, como las luciérnagas, ni la añoranza ha sido capaz de devolvernos. Mientras, malas copias nacen en cadena para paliar el hueco, vacío que se extiende como una mancha viscosa por un mar embravecido. Por eso es gratificante saber que existe un pequeño bar llamado Pinotxo por el cual es posible dejarse caer de vez en cuando para recargar nuestro espíritu lúdico y salir a la calle pensando que la vida es de puta madre.

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