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Columna
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Gobernar ante el PSOE

Josep Ramoneda

Después de la sorpresa electoral del 14-M hemos descubierto que Zapatero no había perdido el tiempo en la oposición. Todos los pronósticos le daban por perdedor. Sin embargo, al día siguiente de su victoria demostró que tenía perfectamente diseñada la formación de gobierno, así como las primeras medidas y nombramientos. Su arrancada ha sido impetuosa. En contraste, el Gobierno de izquierdas catalán, que era favorito en las elecciones, se encontró gobernando sin saber muy bien por dónde avanzar, embarullándose en los nombramientos y saltando de crisis en crisis. Sin duda hay atenuantes: no es lo mismo un Gobierno de un solo partido que un Gobierno de coalición; no es lo mismo tener los resortes del poder central del Estado que gobernar este pedacito de Estado que es la Generalitat de Cataluña, y en el caso de los socialistas, no es lo mismo gobernar con un partido renovado que gobernar con la renovación pendiente. Estos y otros muchos atenuantes deben ser tenidos en cuenta antes de pronunciar cualquier juicio riguroso. Pero el Gobierno catalán tendrá que acelerar el ritmo porque, de momento, cada día de gobierno de Zapatero le envejece un poco. Hay situaciones en que uno tiene la impresión de que el Gobierno catalán estaba preparado para hacer victimismo ante el PP, pero no para gobernar ante el PSOE.

En la sociedad mediática, la política de un Gobierno adquiere identidad y reconocimiento a partir de una articulación adecuada de unas ideas fuerza -simples en su formulación-, de algunos gestos que determinen un estilo y, por supuesto, de las acciones de gobierno. El Gobierno catalán tiene programa, pero le falta identidad política y capacidad de comunicación. Quizá por éste motivo es tan lento en el cumplimiento de lo pactado y en la transmisión de una imagen de eficiencia.

El 14-M los partidos del Gobierno catalán obtuvieron magníficos resultados. Los interpretaron -cada uno a su modo- como una confirmación de la voluntad de los catalanes de que el Gobierno, pese a los contratiempos acumulados, siguiera adelante. Y muy probablemente era así. Pero no se puede olvidar que la motivación principal de los electores fue el rechazo al Gobierno del Partido Popular. Carod Rovira se benefició de la adhesión que provoca en Cataluña cualquier persona satanizada por el Partido Popular. Montilla consiguió la suma de votos más grande y de más amplio espectro alcanzada jamás por un partido catalán, porque el electorado sintió que el cambio de gobierno en España era posible. Montilla recibió un trasvase significativo de voto del PP. Lo cual permite recordar que hay electores que votan al PSOE cuando el criterio de voto tiene que ver con la polarización izquierda-derecha y que no le votan (se van a la abstención o al PP) cuando la motivación del voto tiene que ver con la polarización entre nacionalismos. Con lo cual, como dice un amigo mío, el PSC tiene que pensárselo dos veces antes de liderar una agenda que llevará a la confrontación con el Gobierno de Madrid, a las habituales frustraciones y, como consecuencia, a favorecer todo aquello que necesitan los nacionalistas para rehacerse.

Por suerte para el tripartito, CiU sigue sin encontrar el rumbo de navegación. Por razones más psicológicas que políticas, se niega a aceptar la condición de partido de centro-derecha, que es donde tiene el espacio para crecer y la plataforma desde la que empezar a reconquistar terreno. Pero todo perdedor es víctima de cierto síndrome de Estocolmo respecto del que gana y CiU -y Artur Mas especialmente, que es el más atrapado por la psicopatología política de la derrota- vive más pendiente de Esquerra Republicana que de sí mismo. Jugar la carta de la radicalización en el debate del Estatut puede tener el sentido táctico de buscar la fractura del tripartito. Pero, tal como es este país, tengo la sensación de que el partido que apareciera como responsable de romper el tripartito y el partido que apareciera como responsable de romper el consenso sobre el Estatut lo pagarían caro electoralmente.

Se acaba el tiempo de los eufemismos. Los sentimientos cuentan en política, pero la política democrática se hace con la razón. Por algo la gran conquista de Occidente había sido separar lo inefable de las cuestiones de Estado. No creo, por tanto, que la respuesta a la actitud dialogante de José Luis Rodríguez Zapatero sea la cultura del abrazo, del besuqueo que induce al grito "Visca Espanya!". Es un momento en que lo que me parece exigible es la lealtad. Y la lealtad no es, como la entiende la derecha, adhesión inquebrantable al que gobierna. La lealtad es precisamente lo contrario: poner las diferencias sobre la mesa con toda claridad y hablar desde el reconocimiento mutuo. Sólo a partir de aquí el diálogo deja de ser un ejercicio inútil o un mecanismo de dilación de los problemas.

Si dejamos los eufemismos fuera, hay que decir de una vez qué significa esta diferencia que los partidos catalanes exhiben como bandera y que nadie concreta con nombres y apellidos, es decir, con estatus jurídico y presupuesto. Si de lo que se trata es de un retórico reconocimiento de que somos una nación, busquemos una fórmula y no perdamos el tiempo. Si de lo que se trata es de un sistema que establezca diferencias objetivas -contabilizables en dinero y derechos- entre comunidades autónomas, digámoslo con precisión, porque no tiene ningún sentido seguir alimentando la idea de que los catalanes tenemos derechos que no tienen los demás. Y si de lo que se trata es de plantear la independencia, que no se haga como un recurso retórico para dar identidad a un partido y seguir viviendo del juego de las frustraciones.

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Zapatero ha roto un tabú: el de la reforma constitucional y estatutaria. Hay que entrar por esta vía, sabiendo que, sin duda, habrá conflictos y diferencias grandes. Llega, por ejemplo, la tan reclamada reforma del Senado, con todos los visos de que sea una nueva frustración, porque no será fácil encontrar unos criterios en los que todas las regiones se sientan suficientemente representadas. Si el debate es abierto y transparente, no tardará en llegarse a un cierto punto aporético sobre aquello a lo que no puede renunciar España y aquello a lo que no puede renunciar Cataluña. Y entonces, desde una cultura de izquierdas no hay que olvidar nunca la primacía de los derechos individuales sobre los colectivos, de lo que suma (y garantiza la convivencia entre las gentes más diversas) sobre lo que resta (y crea nichos étnicos), de la apertura a lo universal sobre la cultura comunitarista de los irreductibles comportamientos estancos.

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