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CRÍTICA

Canelones Rossini

Un espectáculo realmente eficaz en la combinación de los elementos plásticos con los musicales. Una música que resulta del trenzado entre los pentagramas de Rossini y los del propio Carles Santos. Un atractivo vestuario de Mariaelena Roqué, habitual colaboradora suya y que, esta vez, comparte con él las tareas de dirección. Envolviéndolo todo, la disparatada y transgresora comicidad de siempre.

Como sucede muchas veces con el músico de Vinaròs, lo que podría llamarse "hilo argumental" -en este caso la complicadísima trama de incestos entre el cocinero, la cantante y la pecadora- no aparece clara ante el espectador. Aunque, posiblemente, tampoco Carles Santos lo pretenda. Dicha trama, al igual que el nombre del espectáculo, son sólo dos elementos más en un conjunto destinado a iluminar desde un ángulo nuevo la obra del compositor de Pésaro.

Carles Santos

El compositor, la cantant, el cuiner i la pecadora. Música de Rossini y Carles Santos. Solistas: Carles Santos, Claudia Schneider, Antoni Comas y Alina Zaplatina. Dirección artística: Carles Santos y Mariaelena Roqué. Auditori de Torrent, 23 de abril del 2004

Sí que aparecen con nitidez, sin embargo, dos líneas básicas. En primer lugar la continuidad en toda la música que se interpreta, cosa que supone un detallado estudio de los sustratos más esenciales del estilo de Rossini, para evitar fracturas con las transformaciones y añadidos de Santos. Un estudio que, indudablemente, se reforzaría con la dirección escénica del Barbero en el año 2001. Otra línea básica es la presencia constante del agua, tanto en el ámbito de la música como en el de las referencias sexuales, de forma que dicho elemento sirve de puente entre ambas cosas y casi las reduce a lo mismo. De hecho, las agilidades de la voz cantada aparecen constantemente como alegoría del placer sexual, gracias al ritmo de las gotas y chorros que, desde un principio, van marcando el devenir del espectáculo. El agua sirve también -transformada en meados del piano- para distanciarse de la música "trascendente" (simbolizada por unos orinales con las efigies de Beethoven, Wagner y Verdi) y reivindicar, por el contrario, la ligereza y hedonismo de Rossini, cuya receta de canelones figura en el programa de mano, y cuyo amor por la cocina se traduce en una escena llena de inmensas cacerolas irreverentemente envueltas con un fragmento de su Stabat mater.

A pesar del contenido provocador y desmadrado, es habitual en los espectáculos de Carles Santos que todo esté cuidado hasta el milímetro y que funcione a la perfección. Así ocurrió también esta vez: desde la imagen y el ritmo de las gotas de agua hasta el precioso dúo de Semiramide interpretado con absoluta corrección por Claudia Schneider y Alina Zaplatina. Eso sí: omitiendo la última nota. La heterodoxia, en el músico de Vinaròs, casi siempre va precedida de una holgada profundización en los aspectos musicales y escénicos. Esta vez ha sido Rossini -y el significado que puede atribuírsele en la historia de la música- el objeto de su atención, un Rossini "diseccionado" con sumo interés. Y, como en otras ocasiones, Santos no se ha quedado en un mero enfant terrible, sino que puede reivindicar con orgullo la función de compositor.

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