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Columna
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Cultura de la lluvia

Vinieron, se fueron y regresaron las veleidosas lluvias de la primavera, acentuando el irremediable caos circulatorio en esta ciudad de nuestros pecados. Parece como si el madrileño fuese mortalmente vulnerable al agua que nos viene del cielo, porque quien tiene coche lo saca, indefectiblemente, en cuanto amenaza tormenta. Pienso que somos bastante afortunados y no deberíamos quejarnos tanto por vivir en este pueblo, que tiene muchos defectos y carencias, pero está colocado en tal sitio que parece alejado de la maldición de las riadas, que tanto daño hacen en otras latitudes. Que recuerde, nunca hubo catastróficas inundaciones. A nuestro Manzanares no se le llevan los puentes, aunque sí se le secaran las fuentes en memorables épocas de sequía.

Las primeras cuatro gotas parecen heraldos del diluvio que nunca se produce. Es inusual que llueva durante varios días seguidos, aunque los efectos de esos chubascos se revelen devastadores en cuanto a la circulación urbana. No tengo nada en contra de ese meteoro, soy originario de las verdes tierras asturianas, que son verdes porque están próvidamente regadas, como ocurre en toda la franja litoral del Norte. Desde el País Vasco hasta la raya norte de Portugal, las gentes viven preparadas para este fenómeno: la boina, el chubasquero, el paraguas, incluso las madreñas y los zuecos, ayudaban a franquear los barrizales, que sólo se forman en el campo.

No estamos hechos para el tiempo de estos meses indecisos, sospecho que por el grande y muchas veces injustificado temor hacia el ridículo que sentimos llevando un paraguas bajo el brazo cuando el sol ha desgarrado las nubes, media hora después del chaparrón. Entonces lo perdemos en el primer lugar donde nos detengamos. En muchos países donde llueve o nieva, las señoras que piensan frecuentar lugares de larga convivencia, suelen calzar botas o zapatos fuertes y no se les caen los anillos por transportar, en una bolsa de plástico, los chapines elegantes y de alto tacón. Esto, a veces, para salvar los metros que haya desde el automóvil hasta el techado. Y estamos en las mismas: el uso y abuso de los coches en la ciudad, ante la menor amenaza de precipitaciones.

Paraguas hay y tuve ocasión de verlos, en cantidades impresionantes, la tarde de aquella manifestación contra el terrorismo y de reflejarlo en una crónica en este mismo espacio. Pero tengo la impresión de que Madrid carece de una verdadera cultura del paraguas, y empleo la palabra cultura con el mismo derecho que los enólogos o los amantes de la jota o del gazpacho. Somos gente de escasa memoria y por tal causa no lo inculcamos en la sensibilidad infantil, porque entre tormenta y tormenta transcurre demasiado tiempo.

He vivido jornadas en regiones septentrionales, cuando arrecia el temporal que desmelena los tamarindos ya enramados por abril. Calles desiertas de San Sebastián, de Santander, de Oviedo, de Santiago que, cuando aún discurren los arroyuelos hacia las alcantarillas, vuelven a poblarse, casi súbitamente, de personas que han esperado dentro de los portales a que escampe, para pasear por las aceras charoladas. Ya han echado ramas los árboles que escoltan la calle donde vivo, casi de la noche a la mañana, y me dan la impresión de espesarse de un día para otro y de brillar los mil tonos del verde limpio después del aguacero. Los transeúntes han desfilado a toda prisa, protegidos por el paraguas, el gorro, el casquete, sin mirar hacia arriba, ni siquiera de través, porque la lluvia en Madrid no es una maravilla, sino un accidente desagradable que nos sorprende siempre como si fuera una inminente aurora boreal.

Por fortuna para todos, estamos en época húmeda y las pasadas sensaciones polvorientas de vivir vecinos del desierto, el sobresalto de los embalses vaciados y el fantasma de las restricciones se nos han olvidado. No aprendemos, de una vez, a vivir con el agua. En alguna parte, en remotos silos municipales deben almacenarse miles de paraguas perdidos, abandonados. Aunque cueste creerlo, en esta ciudad ya no quedan más que un puñado de comercios dedicados a fabricar y vender específicamente paraguas y bastones. Uno, de la misma firma, en la Puerta del Sol y la calle de Mesonero Romanos, y el otro, en la de Francisco Silvela, lo que no significa que, para un apuro, puedan venderse en almacenes o locales de accesorios. ¿Recuerdan aquel bolero de Armando Manzanero? No encontraba a su amada cuando veía llover y correr a los demás. Claro, estaba en casita porque no tenía paraguas.

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