El taciturno novio de la muerte
Viene ocurriendo con la mayor parte de los grandes premios literarios. Cuando se entera uno de quién ha obtenido el premio, lo primero que le sale es preguntarse: Ah, pero ¿no lo había ganado ya? Y más tarde, cuando lee el libro en cuestión, viene a pasar algo parecido: humm, pero ¿no lo había leído ya?
No, Lorenzo Silva (Madrid, 1966) no había obtenido aún el Premio Primavera. Ha ganado el Premio Nadal, entre otros galardones, y ha quedado finalista de algunos más, pero es la primera vez que gana el Premio Primavera. Y por supuesto que Carta blanca es una novela original, que nadie ha podido leer antes que ahora. Lo que pasa es que recobra escenarios y episodios históricos ya recreados con anterioridad por el mismo Lorenzo Silva (ahí están su Del Rif al Yebala: viaje al sueño y pesadilla de Marruecos, 2001, y la novela El nombre de los nuestros, 2002), y lo hace recurriendo a planteamientos muy convencionales.
CARTA BLANCA
Lorenzo Silva
Espasa. Madrid, 2004
352 páginas. 21 euros
En el panorama de la actual narrativa española, Lorenzo Silva es uno de los mejores exponentes de lo que, sin reticencias de ningún tipo, cabe entender por escritor profesional. Es ésta una especie particular de escritor sin demasiadas ínfulas intelectuales ni artísticas, solvente, concienzudo a su manera, técnicamente bien pertrechado, y muy sensible a los gustos y a las demandas del gran público. Sin preocuparse mucho por su propio carisma, y sin andarse en general con manías, el escritor profesional se entiende bien con una industria editorial a la que sirve eficazmente y que le sirve a él para labrarse una próspera carrera que se desarrolla hasta cierto punto al margen de los prestigios y de los escalafones por los que suelen competir la mayoría de sus colegas.
Docena y media de títulos publicados en menos de una década, entre ellos unas cuantas novelas muy exitosas, traducidas a varias lenguas y adaptadas o pendientes de adaptación al cine, dan cuenta, en el caso de Lorenzo Silva, de un ritmo de producción incansable, que en buena medida se explica por el recurso a plantillas genéricas, que Silva emplea con astucia, imbuido siempre de un espíritu divulgador, pedagógico incluso, y guiado por la obsesión -insiste él siempre- de no aburrir.
Carta blanca narra la historia de Juan Faura, joven de buena educación a quien un desengaño amoroso le empuja a alistarse en la Legión. Como legionario, Faura combate en la guerra del Rif, y entre las muchas atrocidades que le toca allí vivir, lo marca muy en particular una razia nocturna en la que participa todo su pelotón y en la que se cometen todo tipo de crueldades. El relato pormenorizado de esta razia, ocurrida en el otoño de 1921, ocupa la primera mitad de la novela, que consta de dos partes más. En la segunda, once años después, Faura, que ha abandonado el Tercio, se reencuentra con la mujer que decidió su destino, y al tiempo que revive su antiguo idilio comparte con ella un tórrido episodio erótico. La tercera y última parte de la novela presenta a Faura como suboficial de las milicias que, en el verano de 1936, resisten heroica y desesperadamente el ataque que el ejército sublevado lanza contra la ciudad de Badajoz, a punto de caer.
Con admirable instinto (y
con oportunismo admirable, también), Silva ha urdido una novela que posee todos los ingredientes para atraer al lector. Sobre el trasfondo de la invasión de Irak, viene muy a cuento recordar los abusos y las brutalidades que, no hace tanto, el Ejército español cometió contra los "moros", así como la ferocidad de éstos. La denuncia de los "desastres de la guerra" justifica el tremendismo salvaje y el morbo con que se describen, en el episodio de la razia, las violaciones y los crímenes que comete el pelotón al que Faura pertenece. El interludio erótico da lugar a una subida escena de sexo en la que Silva se explaya sin sonrojo ("mordió sus pechos, la abrió con los dedos por delante y por detrás, abrevó en su sexo y le hizo devorar el suyo hasta atragantarla"). Hacia el final, la Guerra Civil española, coloreada como siempre con los tonos del idealismo trágico, del heroísmo y de la derrota, sirve de inmejorable escenario para la redención que en ella busca y encuentra Faura (y el lector, de paso, y hasta España toda, si conviene) para sus culpas y tormentos.
Silva no regatea los medios
para conmover al lector, y no tiene empacho, por tanto, en recurrir a estrategias tales como la de suspender excepcionalmente la perspectiva narrativa que rige para todo el relato y ponerse de pronto en la mente de la niña a la que están violando los legionarios, que resulta ser una especie de Sherezade. Tampoco tiene empacho alguno en empujar y redondear su relato con casualidades y encuentros inesperados, con simetrías descaradamente ejemplares. El tratamiento que hace tanto de la guerra de Marruecos como de la Guerra Civil española apenas roza (y lo hace de un modo muy rudimentario) las consideraciones históricas y mucho menos ideológicas. Pero es que la historia del taciturno y sufriente Faura es una historia de amor y de pundonor, y es el espíritu de la legión, a la postre, la ética del caballero penitente y del soldado, las que proveen de sustancia y diapasón a un relato que, por debajo de sus ropajes documentales, vibra con los acordes tan familiares de las hazañas bélicas en las que se perfila, a contraluz del poniente, el hombre de hierro y lágrimas, el héroe misterioso y solitario.
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