Un resistente de L'Horta
Vicent Martí, tras 21 años de agricultura ecológica, busca en una escuela el modo de conservar una cultura de trabajo
Vicent Martí pertenece a una especie en desaparición. Antes de que la moda y la industria ecológica se consolidaran, este agricultor había desterrado de su alquería los productos químicos artificiales. Su defensa del medio ambiente, sin embargo, tiene menos que ver con corrientes filosóficas que con la memoria de los métodos que durante siglos guiaron a los labradores de L'Horta, y que él resume en el respeto por la tierra en una cultura sostenible.
Vicent Martí vive y trabaja desde hace 21 años en una finca de Alboraia. Vende unas 150 cajas de verduras a la semana, sin intermediarios. No se ha hecho rico pero tampoco se queja. Hace unos meses, el propietario del inmueble y los terrenos le comunicó su decisión de venderlos a un precio que Martí considera inabordable: 276.000 euros. Mientras tantea terrenos desde Castilla-La Mancha hasta el Delta del Ebro, este hombre empeñado en mantener su oficio presenta hoy un proyecto al Ayuntamiento de Meliana para crear lo que sería una escuela de agricultura en campos arrendados al Consistorio. Tendría un reducido equipo de pedagogos, un laboratorio y un comedor. Y estaría abierta a todos los colegios interesados en que los niños aprendieran cómo se trabaja la tierra.
La idea podría parecer extravagante si no fuera porque está cargada de intención: la de mantener viva una forma de trabajo que se integra pacíficamente en el ecosistema. Al contrario que la mayoría de los agricultores de la comarca, Martí no utiliza plaguicidas tóxicos. Se limita a lo que el llama "dejar funcionar a la naturaleza". ¿Cómo? Respetando unas medidas máximas de los campos, convenientemente rodeados de árboles y plantas -como el sauce llorón o la savia- que se encargan de mantener alejados a los insectos, y que sirven de hábitat a sus predadores naturales, como las mariquitas. O manteniendo la rotación de los cultivos, que "favorece el equilibrio" e impide que las plagas persistan y se vuelvan endémicas.
Como Martí no usa aditivos para mejorar el rendimiento, su producción es moderada. Y tiene otra característica: cada zanahoria, tomate y berenjena que sale de sus huertos tiene una forma y un tamaño diferente. Se parecen poco a los ejemplares clónicos que se venden en la mayoría de los supermercados, y saben a lo que en rigor deberían saber estas verduras.
Pero Martí, que tiene las manos curtidas y la piel atezada de trabajar de sol a sol va más lejos. Para él lo que está en juego son unos conocimientos que empiezan en la tierra y tienen ramificaciones. "Lo que va a desaparecer es una cultura. Los agricultores de L'Horta han trabajado toda la vida con unas herramientas que están a punto de dejar de existir. Muchos las han quemado, literalmente, porque no les resultan rentables. Destruirlas, destruye muchas cosas, empezando por el idioma". Pocos saben hoy que el forcat romà sirve para arar la tierra de forma profunda, que la aranya hace lo mismo de forma superficial, o que la cabeçada es un apero sujeto a la cabeza del animal.
Martí se resiste a ser definido como pesimista, pero ve el futuro muy negro. "Lo más grave es que se ha roto el relevo generacional, y es muy difícil aprender este oficio si no es con tiempo y desde niño". Él lo aprendió en casa, de su padre y de su abuelo. El proyecto de la escuela iría en esta dirección, y serviría, opina, "para demostrar que L'Horta es posible".
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