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Columna
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O audacia o coraje

Un chiste burdo, aunque agudo, de la vieja Italia decía: "Per baciare una bella donna occorre audacia, per baciare una donna brutta occorre un bel coraggio". Traducido al castellano, el chiste podría ofender a las mujeres (con razón sensibilizadas contra la misoginia ancestral del machismo mediterráneo), de manera que invertiré los términos y donde en italiano dice donna yo diré hombre, y viceversa (no es que los hombres tengamos mejor sentido del humor, es que estamos obligados a pasar por el purgatorio de las burlas a fin de depurar el ancestral vicio citado). El chiste queda así: "Para besar a un hombre guapo, es necesaria la audacia; para besar a un hombre feo, es necesario un gran coraje". Las voces audacia y coraje pueden servir para explicar algunas diferencias que separan a Aznar de Zapatero. No son sinónimas, aunque en varios diccionarios que he consultado las aparejan como si lo fueran. Audacia y coraje comparten, ciertamente, un pequeño campo semántico. El que corresponde a la palabra atrevimiento. El audaz es atrevido, y también lo es el valeroso (poseedor de la virtud del coraje). Ambos actúan con arrojo. Ambos se comportan con bravura y decisión. Aquí acaban sus coincidencias.

'Audacia' y 'coraje', sin ser sinónimas, comparten campo semántico y pueden explicar algunas diferencias que separan a Aznar de Zapatero

Las diferencias pueden llegar a ser muy notables. El audaz es un tipo excitado por un deseo de victoria, estimulado por la voluntad de poder. En él fermenta una inquietud visceral. El audaz se arriesga a perder porque espera ganar mucho. Se arriesga al bofetón para poder besar a la belleza, como insinúa el chiste italiano. En la carrera de fórmula 1, se enfrenta a la muerte (la suya, la de otros) para ganar el enorme collar de laurel y, después de agitar la botella Magnum, poder rociar con la espuma resultante a todos los que no han conseguido atraparle.

Así triunfa el audaz, sinónimo de intrépido. Desplaza con osadía a todos sus rivales. Destroza al adversario sin ceder ante ningún obstáculo, ninguna convención. Y situado ante una ocasión histórica, se lanza a la aventura de cambiar el rumbo de la patria hasta conseguir que sus pies descansen, sin complejos, en la mesilla del rancho del emperador. El audaz triunfa con descaro. Impudente (y, con frecuencia, imprudente). Se arriesga, sí: para satisfacer, para colmar el deseo. Para convertirse en héroe, en rey, en santo. Incluso en mártir, si es preciso. Don Juan es un audaz, pero también lo es Florentino Pérez, el presidente del Real Madrid (que gasta sumas astronómicas en delanteros geniales y se niega a dedicar un solo duro a defensas, aunque sus consejeros se lo pidan de rodillas). Es audaz el jugador de póquer. Y los grandes campeones de ajedrez. Napoleón era uno de los tipos más inteligentes de su tiempo. Quería abrazar Europa: de Madrid a Moscú. Casi lo consigue. Murió en un islote. Otro audaz imperial fue Alejandro. Cayó a los 33, pero ganó más batallas y tesoros que 100 monarcas canosos.

El coraje es una gasolina mucho menos espectacular. El concepto está dotado de un menor prestigio, como es evidente en una voz derivada, corajudo, que parece rebozada de un aire vulgar. Desagradable. Un futbolista corajudo no es una estrella, es un peón, un correcaminos, a lo sumo un atleta: nunca un virtuoso del balón, nunca una estrella. Coraje puede ser sinónimo de irritación o antipatía: a uno, si molesta, estorba u ofende, los otros le tienen coraje. Podría explicarse esta vecindad léxica de la manera siguiente: el valeroso lucha contra aquello que le desagrada o le parece mal. Si el audaz combate por conquistar los labios deliciosos, el valeroso se acerca a los desagradables.

El valeroso combate no por satisfacer un deseo, una necesidad interior, sino en nombre de una causa. No siempre, naturalmente, la causa será noble. Ella puede estar besando al feo para conquistar sus bolsillos, claro está. Besa su cartera. Pero también puede besarlo por piedad, por compasión, por sentido de la justicia. Como el apuesto y joven oficial de aquel cuento (no recuerdo si de Pirandello) que acaba enamorado de la chica deforme que nunca asiste a los bailes, que se oculta avergonzada, que rehúye la bulliciosa compañía de los de su edad. El oficial se interesa por ella, pero ella se escapa, se cubre el rostro, lo vela. Al descubrir su existencia acomplejada y triste, él decide acompañarla en su desgracia. También Stefan Zweig, en Impaciencia del corazón, una novela muy popular en los años cuarenta (no sé si reeditada: la leí en la edición de Luis de Caralt de 1949), trató de este tema con prodigiosa lucidez. Un joven oficial ofende sin querer a una jovencita tetrapléjica de familia rica e intenta compensar la ofensa con delicadas visitas. Acaba enamorando a la chica y, al darse cuenta de ello, horrorizado, es presa de la "impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la emoción molesta que causa la desgracia ajena". La novela es un estudio nada romántico de otra forma de compasión, la no sentimental: "la que está dispuesta a compartir un sufrimiento hasta el límite de sus fuerzas y aun más allá de ese límite".

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En el fondo de la valentía, el esfuerzo y la decisión de Zapatero anida no la apuesta moral absoluta que noveló Zweig, pero sin duda una causa ética. Y no me refiero tan sólo al entrañable testamento del abuelo republicano fusilado, que el presidente rescató en su discurso ("un ansia infinita de paz, el amor al bien y el mejoramiento social de los humildes"), sino al viejo y fatigoso (y peligroso) pleito de las Españas. El audaz Aznar besaba los labios más bellos, los que concitaban más pasiones, más votantes. Intentó imponer su visión sentimental de España, la que el cuerpo le pedía. El valeroso Zapatero se ha comprometido, en cambio, a enfriar sus sentimientos. Propone que en España se besen también los labios feos, los que concitan extrañeza o distancia. Escuchando el discurso de Rajoy (que ha pasado, sin embargo, del látigo sarcástico de Aznar al limón de la ironía), es obvio deducir que Zapatero arriesga a perder apoyos en nombre de una causa noble: la inclusión. Su compromiso espera en nuestros pagos una respuesta. En Cataluña los labios de la fea son los otros. La respuesta no puede ser el doble juego de la audacia (la del que solamente exige, dando rienda suelta a lo que pide el cuerpo). La respuesta debería ser del mismo calibre: el coraje de enfriar el deseo y comprometerse.

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