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Columna
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Yo soy la justicia

Mi vida se titula el libro en el que Safiya Hussaini, la mujer de Nigeria que, después de sufrir cuatro matrimonios negociados por su familia, el primero de ellos a los trece años, cometió adulterio, un delito terriblemente castigado por la sharía, la ley islámica que rige en esa región musulmana del norte de su país, y tras ser arrestada, encarcelada y juzgada, dictaron contra ella una condena que parece increíble en este mundo del siglo XXI, con sus viajes turísticos a la luna, su ciberespacio, sus robots japoneses y sus naves que buscan agua en la superficie de Marte: se la sentenció a morir lapidada. La propia Safiya cuenta los detalles de la ejecución: "Una vez enterrado el condenado, hasta la cintura si se trataba de un hombre, hasta el pecho si era una mujer, se le cubría la cabeza con un trozo de arpillera y a continuación todos los presentes le tiraban piedras hasta matarlo. Un detalle sobrecogedor: las piedras no debían ser tan grandes como para matar al reo al primer o segundo impacto, pues el tormento debía durar cierto tiempo, ni tan pequeñas que no causaran heridas ni dolor". Claro que ese veredicto criminal era sólo el colofón dramático a la existencia de millones de mujeres que, como Safiya Hussaini, pueden ser vendidas por sus padres, repudiadas por sus esposos, denunciadas por cualquier fanático -como ella lo fue, según descubrió en el proceso, por su propio hermano, Mohammadu Sani, seguidor de un grupo de extremistas islámicos- y, finalmente, asesinadas por sus Estados. Resulta irónico que las memorias de Safiya Hussaini se titulen de ese modo, Mi vida: ¿es que a eso se le puede llamar, realmente, tener una vida?

Safiya Hussaini se salvó de la ejecución porque un periodista de la BBC, Sani Umar, bendito sea mil veces, le hizo una entrevista y, a partir de ese instante, su historia dio la vuelta al mundo y la presión internacional logró que fuera indultada. Pero, ¿y el resto de las mujeres que, en esa zona de Nigeria o en cualquier otra sociedad fundamentalista, se encuentran en su situación y sufren calvarios parecidos al suyo? Habrá quien crea que para hacer esa pregunta hay que ir a África, cambiar de continente, de religión y de cultura. Las evidencias demuestran que no hay que cambiar ni siquiera de país, ni siquiera de ciudad.

Las últimas noticias sobre la violencia de género en España son aterradoras. Dos hombres, uno en Granada y otro en Sevilla, acaban de atacar a sus parejas atropellándolas con sus coches: el primero logró matarla y el segundo la dejó malherida. Otros tres las han golpeado salvajemente, en Sevilla, Gerona y Lérida y dos más, uno en Pontevedra y otro en Madrid, han intentado asesinarlas prendiendo fuego a las casas en las que vivían. El año pasado, la policía registró más de cincuenta mil denuncias por malos tratos. Al canalla de Madrid también lo había denunciado su mujer, tras años de insultos y agresiones, y un juez le había prohibido acercarse a menos de quinientos metros de ella, pero la policía no lo tenía vigilado, ni consideró la posibilidad de proteger a la víctima, pese a que, tras la orden de alejamiento, el miserable ya la había dado dos tremendas palizas en plena calle: tras la primera, ella fue a poner una demanda y, al volver de la comisaría, él la volvió a pegar. Siguió sin vigilancia y hace unos días su verdugo entró en la vivienda a la que le habían prohibido acercarse, volvió a golpearla brutalmente e incendió el piso, para intentar quemarla viva. La mujer se salvó saltando al vacío, desde la terraza de su casa. Los casos de violencia doméstica se multiplican en nuestro país, pero las víctimas parecen estar igual de indefensas.

La Comunidad de Madrid acaba de anunciar que trabaja en la fabricación de unas pulseras electrónicas que se le colocarán a los miserables que agredan a sus parejas y sufran una orden de alejamiento: el ingenio emitirá una señal, que será recibida en comisaría, en cuanto el delincuente se acerque a su víctima. No parece mala solución, que los torturadores sean marcados y perseguidos. Ahora sólo falta que de la publicidad se pase a la acción y las pulseras, junto a las BESCAN, las leyes específicas contra la violencia de género y otras promesas electorales, se conviertan en realidad. Mientras tanto, uno lee las memorias de Safiya Hussaini y piensa que su historia no está tan lejos de nuestra ciudad, de nuestras casas. A veces, está justo al otro lado de la pared.

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