La hora del resentido
Se veía venir. Un cambio de Gobierno, y más al tratarse de un Gobierno de larga duración, marca la hora no sólo de los favores tanto tiempo aguardados, sino también de las venganzas aplazadas. Entre las facturas que ahora se presentan al cobro inmediato no podía faltar la del resentido, ese cuya mirada descubre al fin el origen vicioso de lo que parecía virtud ajena y encuentra así la ocasión de reivindicar su propio valor maltratado. El pozal de su mala conciencia rebosaba y había que desaguarlo.
Ha llegado, pues, el momento de poner en su lugar a esos intelectuales que se singularizaron por su compromiso público en medio del horror vasco. Que se oiga bien alto: no éramos tan admirables como se creía o, al menos, ya no lo somos. Sería de mal tono en el abajo firmante meterse a contradecir semejante veredicto, pero déjenme cuestionar los fundamentos de esa sentencia, así como las probables intenciones que la animan. Y, sobre todo, mostrarles mi temor por el futuro político que podrían estar anunciando. Con la venia.
Se nos reprocha haber censurado a cuantos en los últimos tiempos levantaron la voz contra el Gobierno recién batido en las urnas. A poca memoria que hagan comprobarán que hemos censurado más bien a los que se guardaban de censurar los cotidianos abusos del Gobierno vasco con el mismo celo con el que censuraban al Gobierno de España. Se nos achaca haberle defendido cuando en su política antiterrorista, en este punto al menos, este Gobierno ha demostrado en general más razón y acierto que sus objetores. Se nos recrimina que, antes de conceder a nadie el derecho a reprobar al Ejecutivo, le impusiéramos el tributo de pronunciarse contra el terrorismo. Pero no es un tributo tan angelical el que hace años venimos reclamando, sino el esfuerzo de entender e impugnar la ideología que sustenta esa barbarie. ¿O acaso no rige entre nuestros críticos otro peaje obligatorio, éste sí con efectos públicos desastrosos, de no abrir la boca sin un guiño de comprensión hacia los nacionalismos? Supongamos que hemos caído en la tentación de acallar los reparos a un gobernante que acogió nuestra causa, por temor a que la crítica del ejercicio de su poder hiciera peligrar el destino de tal empresa. Y si así fuera, ¿no nos habrán empujado a la presunta caída quienes, desentendiéndose de las premisas de esa misma causa que declaraban tan noble, parecían haber abrazado ante todo la de derrocar a aquel poder a cualquier precio?
Cuando el sedicente progresista pregona la consigna de que no hay que dar argumentos al enemigo, no actúa como un progresista, sino como un sectario. Sólo el sectarismo impide discernir cuanto pueda haber de bueno en lo que es malo en parte, incluso en su mayor parte, o forzarnos a condenar en bloque lo que podría contener algo salvable. Y en este país los de un lado y los del otro vienen practicando el sectarismo con ferocidad. Como uno escuche tan sólo los comentarios habituales, concluiría que las propuestas, decisiones o gestos políticos no tienen otra dimensión que la partidaria o electoralista. No hay otra cosa que mirar, ni más criterio desde el que enjuiciar, ni otros argumentos que examinar..., sino la previsible ganancia o pérdida de poder por parte del autor de ese gesto político y de su adversario. Todo estriba en descubrir en cada caso el cui prodest; en cuanto imaginamos a quién puede favorecer, asunto terminado. El sentido partidista agota todo otro posible sentido de aquella propuesta política, ya fuere presente o futuro, particular o universal, y no deja resquicio alguno a la pregunta sobre su legitimidad.
Cuánto se distorsiona así la vida ciudadana, se degrada la conciencia moral y se arruina el muy escaso crédito de la política, es cosa de poca monta comparada con el negocio de las empresas privadas capitalizadoras de votos públicos. Eso sin contar lo barato que sale limitarse a dejar sentado quién es de los nuestros y practicar el juego infantil de que al enemigo, ni agua. Tal vez se alcancen resonantes triunfos electorales, pero resulta fórmula segura para eludir la debida reflexión civil. ¿Y qué cabría esperar de un público que, imbuido de tanta formación del espíritu nacional por aquí y de tan complacida "corrección política" por allá, carece sin embargo de una educación elemental de su conciencia democrática?
Nuestros críticos, por ejemplo, rechazan indignados el mínimo cargo de involuntaria complicidad con el terrorismo etarra porque también ellos proclaman con el mayor énfasis su condena. Fíjense qué arrojo, como si eso no hubiera que darlo por descontado entre ciudadanos y nos fuera exigible todavía el abierto repudio de la Gestapo o del sistema esclavista. A estas alturas todo cuanto nos atrevemos a declarar es que preferimos vivir bajo la ley que bajo la amenaza de una banda armada. Así que frente al estadio precivil hemos llegado a reconocer nuestro vínculo político, algo es algo, pero aún no está claro si tal vínculo resulta sólo provisional ni siquiera que sea lo bastante democrático. Pues aquel acuerdo contra el terror ya no da un paso más. Mejor dicho, hay otro amplio acuerdo en no darlo, lo que significa: en no pensar a fondo la lógica del nacionalismo que subyace a ese terror.
Esa izquierda satisfecha lleva decenios chapoteando en el dislate de bendecir como señal de progreso civil cualquier reivindicación localista. Subida a la ola de la identidad, descubre peculiaridades y derechos autóctonos allá por donde pasa, y los predica con tanto mayor fervor cuanto más le distancie de la derecha. Tan "normales" se han vuelto hoy los derechos a la diferencia que para muchos conciudadanos, salvo que se demanden mediante el crimen, cualesquiera justificaciones suenan punto menos que impecables. Para ellos no hay otra raya en política que la que separa a los asesinos del resto. Es como abominar de Al Qaeda y sus matanzas, aunque sin preocuparse apenas del integrismo que las impulsa o hasta mostrando tolerancia hacia él. Pero el caso es que derrotar a ETA y Al Qaeda incluye también derrotar las creencias que nutren sus fundamentalismos (étnicos y religiosos) respectivos.
A algunos les conviene fabular que en el País Vasco quienes se juegan la vida es por enfrentarse nada más que a ETA; o sea, como si aquí no hubiera otros amenazados que los funcionarios encargados de perseguirla. Cuesta admitir que las amenazas de muerte llegan porque, quien se enfrenta en voz alta a los falsos dogmas y a los planes inicuos del nacionalismo étnico vasco, ése se está enfrentando a ETA. Si uno quiere librarse de esta amenaza terrorista, basta con que deje campar a sus anchas a ese nacionalismo llamado democrático o -al modo de Izquierda Unida- ponerse a su servicio. O hacer como Arquíloco en su batalla: tirar el escudo y echarse a correr.
Y un recurso fácil para escapar de este combate común ha sido durante estos años acudir al pretexto de su calculada manipulación por parte de un gobierno despreciable. Que esa manipulación en beneficio propio fuera real o supuesta, eso es lo de menos. Lo de más es que, mientras se proclamaba como la mejor de nuestras batallas, estuvieran prestos a abandonarla por si el aliado obtenía réditos electorales de la victoria. Venía entonces a confesarse que había otra batallita antes de esta gran batalla, otro adversario más enemigo que nuestros mayores enemigos, un afán por el poder del partido mucho más fuerte que por la seguridad del Estado o por la justicia para con las víctimas. Y a río revuelto, ganancia de tratantes.
En cuanto a nosotros, que nos tomamos en serio el combate, nuestro pecado consistió en no pedir su carnet de partido a los compañeros de trinchera. Siendo el creciente desafío secesionista el problema político crucial de nuestra comunidad, no nos importó asumir el riesgo de acercanos a los más decididos a afrontarlo, aunque no todos fueran "de los nuestros". Siendo además el problema cuyo enquistamiento acapara y derrocha la energía que requieren otros cuantos problemas públicos, parecía lo mejor despejar cuanto antes aquél para que éstos pudieran por fin ser atendidos. Nuestros fieles intérpretes traducen todo ello a móviles algo más oscuros: lo que pasaba es que en su momento hicimos un juicio calculado que nos condujo a un apoyo sin retorno al Gobierno. Nosotros nos creímos animados por una opción moral que tal vez -nunca es descartable-, y en el caso de algunos, pudo degenerar en una más o menos interesada opción táctica. Sólo ellos saben con certeza que enseguida se trató de una opción táctica que luego aviesamente disfrazamos de opción moral...
Pero lo que más irrita a jueces tan severos es que nos hayamos permitido juzgar a los conciudadanos y, a propósito del drama vasco, calificarles de valientes o cobardes, lúcidos o ciegos. Al parecer, sólo Dios o la Historia arreglarán cuentas con la ambigüedad desnortada de unos o la vergonzosa rendición de otros. Dejemos asimismo pasar en silencio los tópicos ridículos, pero bienpensantes, que propagan esos cineastas convencidos de ser la avanzadilla de nuestra conciencia civil. Hannah Arendt ya dejó escrito que "en ningún otro punto es tan felizmente unánime la opinión pública, en cualquier lugar del mundo, como en que nadie tiene derecho a juzgar al prójimo". Y es que una manera segura de fomentar la banalidad del mal es prohibirnos la indagación de sus responsables. Más allá de la culpa penal o criminal, limitada a unos pocos y que toca dirimir a los tribunales, algunos han decretado que aquí no caben ni la culpa política ni la moral. O, lo mismo da, que del daño sólo responde quien lo comete, no quien lo consiente.
Dixi et salvavi animam meam.
Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.