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Reportaje:

Una sorpresa tras el artesonado

Patrimonio Nacional compra el boceto de un fresco de Maella que estaba oculto en un falso techo del palacio Real

Las grandes mansiones no sólo esconden pasadizos secretos y puertas camufladas en sus muros. También cobijan techos falsos tras los cuales puede hallarse una grata sorpresa. Es el caso de la Sala de Billar del palacio Real de Madrid. Pocos de los miles de visitantes que la contemplan a diario imaginan que bajo su reluciente techo artesonado duerme una pintura al fresco de bellísima hechura. Sugió del pincel de Mariano Salvador Maella (1739-1819) en torno a 1770 y, un siglo después, quedó sepultada en la misma estancia al ser transformada aquélla en Sala de Billar para el joven rey Alfonso XII. Ahora, Patrimonio Nacional ha hallado y comprado a un particular el cuadro-boceto que Maella hiciera para el fresco oculto y planea exponer ambos a la mirada del público.

El fresco se encuentra en el ala destinada a albergar las habitaciones del Príncipe de Asturias antes de convertirse en el rey Carlos IV. Ocupa una zona del área oriental de palacio. Hoy, la sala ofrece en su centro una gran mesa de billar, en madera labrada con incrustaciones ebúrneas, instalada en torno al año de 1870 para procurar divertimento al rey Alfonso. Por su mesa, bajo una lámpara de tulipas de tela verde, cabe imaginar la luminosa trayectoria de las bolas de marfil. Su aspecto es suntuario, realzado por un artesonado con casetones de madera dorada que techa esta estancia de hasta cinco metros de altura, donde el fresco de Maella duerme oculto. Sus paredes se ven embutidas dentro de un brocado plata y corinto, a juego con la delicada marquetería que forra sus cuatro paredes hasta un suelo de parqué avellana claro, de gran elegancia.

Frente a la puerta, sobre un caballete, acaba de ser instalada una joya recién adquirida por Patrimonio Nacional. Es un cuadro-boceto presentado para un fresco, que así se llama este tipo de obra, y que escenifica una trama mitológica: en ella, la diosa Juno, enemiga jurada de la nación troyana, pide a Eolo que desate sus vientos contra Eneas. El cuadro, de un metro de anchura por uno y medio de altura, aproximadamente, refulge con rara -y propia- entidad. Es un primor de escalas y de colores: domina el rojo vermellón del manto de Eolo, que porta una llave con la que, según la leyenda, controlaba las tempestades. Su rostro barbado, musculatura y torso miran hacia Juno, elevada sobre un carro tirado por pavones azules. Ella tiene una mano abierta, en ademán de disponer de Eolo. Todo este cuadrante del boceto revela la influyente impronta del desaparecido Lucas Jordán, fresquista de la corte de Carlos II, y también algo de la fastuosa luminosidad del Tiépolo, según reconoce Carmen Díaz Gallegos, conservadora de Patrimonio Nacional. Ella ha estudiado en profundidad ambas obras de Maella. Fue la primera especialista que, en 1993, pudo descubrir, encaramada sobre una alta escalera, la magnificente obra al fresco emplazada detrás del techo, a propósito de una restauración allí habida. Al poco, un artículo suyo publicado en la prestigiosa revista Reales Sitios permitió a un particular descubrir que tenía en su poder el cuadro-boceto que sirviera a Mariano Salvador Maella para trazar su bóveda al fresco para las estancias de Carlos IV. Tras percatarse de lo que tenía, el propietario decidió ofrecerlo en venta a Patrimonio Nacional, cuyos expertos estudian ahora la apertura del artesonado para su contemplación plena, junto al cuadro recién adquirido.

La pintura es, en verdad, espléndida. Eolo apoya su pierna derecha sobre una roca, que da entrada a la cueva tempestuosa; varios ángeles, uno de ellos con finas alas de mariposa, surcan un firmamento concebido al modo de los rompimientos en gloria tan propios de los frescos del Barroco; una atmósfera refinada preludia el entonces naciente Neoclasicismo, del cual bebió también Mariano Salvador Maella, quien fuera alumno de aquel portento de erudición pictórica y geometría, Anton Rafael Mengs (Aussig, Bohemia, 1728-Roma, 1779), facedor de todo cuanto significara arte en la Corte de Carlos III.

Un perfeccionista

Maella llegaría a ser pintor real, junto con Francisco de Goya. En una ocasión, una obra de aquél le fue atribuida a éste. Pero las pinturas de ambos, salvo su simultaneidad en el tiempo, poco tienen que ver. Maella era un perfeccionista de la armonía -académica- entre dibujo, forma y colorido, mientras que Goya pugnaba ya como abanderado del naciente Romanticismo.

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Maella había nacido en Valencia en 1739. Tempranamente viajó a Madrid, donde inició una brillante carrera que cruzó antes por la Academia romana de San Lucas, y luego, becado, por la Real de San Fernando, a las órdenes del omnipotente Mengs. Éste, ufano por su ascendiente sobre la Corte del Elector Augusto II de Sajonia, en Dresde, resultaría ampliamente odiado por los italianizantes.

Maella supo extraer lo mejor de la erudición del bohemio y la más sublime influencia de los fresquistas latinos, de cuya delicada mixtura este cuadro recién recobrado por Patrimonio Nacional da fe con desenvoltura.

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