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Columna
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Regreso

ANDRÉI E IVÁN, dos hermanos rusos en el difícil trance de respectivamente empezar y terminar la adolescencia, se ven sacudidos por la noticia de que su padre, misteriosamente ausente durante una década, que para ellos es casi durante toda su vida consciente, ha regresado al hogar, donde una madre y una abuela han prodigado los cuidados del amor maternal como única fuente de autoridad moral. Aun sin reponerse de esta súbita irrupción de la figura paterna, que les provoca sentimientos ambivalentes, el padre les propone una excursión para que los tres vayan a pescar juntos un par de días. Pero, como era de esperar, enseguida comienzan las fricciones entre estos adolescentes desvalidos y quien pretende erigirse en su mentor, que se vuelve tanto más severo cuanto comprueba que este par de hijos abandonados distan mucho de saber defenderse de las dificultades que plantea la ardua vida. La lacónica instrucción masculina, a la que se ven sometidos, provoca en ellos una creciente rebeldía, que solivianta al sobrevenido padre hasta el punto de provocar en él una crisis de violencia.

Tal es la trama de la película El regreso (2003), la primera del cineasta ruso Andréi Zvyagintsev, el cual, con una dramática concisión narrativa y unas imágenes realistas de estremecedora belleza, para las que no encuentro mejor antecedente local que las de Podovkin, nos lleva, sin dejarnos un respiro, al corazón trágico de esta historia, que bien podríamos calificar como la parábola del retorno del padre pródigo. A diferencia de la evangélica del hijo pródigo, que retorna al fuero del hogar paterno después de dilapidar su fortuna aventurándose a solas por el mundo hostil, el perdón que demanda el progenitor ausente es la oferta de la paternidad, aunque, dadas las apremiantes circunstancias, a través de la única inteligible lección posible: el ejemplar sacrificio de su propia vida. En efecto, muerto accidentalmente el severo padre cuando trata de proteger a uno de sus hijos en peligro, éstos lograrán sobrevivir y transportar el cadáver paterno, en circunstancias nada fáciles, gracias a lo que han aprendido a regañadientes durante los dos turbulentos días de dolorosa instrucción.

La primera imagen del padre, recién regresado a casa, que atisban los adolescentes, es la de aquél durmiendo en la alcoba de la madre, pero entrevista en el mismo forzado escorzo del Cristo muerto, que pintó Andrea Mantegna hacia 1480. Ésta también será la última visión paterna cuando, ya muerto, conducen su cadáver en la barca que les devuelve a casa. Ahora son ya huérfanos de verdad, pero saben, por lo menos, quién era su padre y no lo olvidarán jamás. En el nombre del padre, no hay otro don aleccionador por parte de éste que el del propio sacrificio. Esta parábola intempestiva y cruel en una época de identidad acomodaticia está cargada de honda intensidad poética por parte de un todavía joven cineasta ruso, que ha comprendido que no hay arte sin mirar, de hito en hito, la realidad, visible o invisible.

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