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Columna
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Libreros

Desde que tenía quince años no concibo unas vacaciones que no vayan acompañadas de algún libro. A esa edad todos establecemos nuestras querencias de un modo algo contradictorio. Yo amaba al mismo tiempo la filosofía y los dibujos animados, el tabaco rubio y los caramelos Sugus, la tinta invisible de algunas novelas de Agatha Christie y el ajedrez metafísico de Borges, las historias de marineros y el Colacao con galletas. Y amaba las vacaciones porque me parecían un tiempo conquistado para la lectura que era una forma de aislamiento y de conspiración.

Estos días he regresado a esa época gracias a la amabilidad de un lector que me regaló una edición de 1945 de la Trilogía de la Bounty, tres libros de la editorial Molino, con el lomo gastado, en los que todavía figura el precio de siete pesetas, y que fueron adquiridos en la librería Hamburgo, de la calle de la Reina.

A veces entre escritores y lectores llega a establecerse una complicidad que se teje con la misma materia de las mejores novelas. Hay una película de Anthony Hopkins y Anne Brancoft que trata de este asunto y que probablemente es la más bella historia sobre libros que se haya filmado jamás: una dramaturga neoyorquina, amante de los libros antiguos, de carácter vehemente y sin éxito, sobrevive a duras penas de escribir guiones para televisión en un apartamento destartalado de East Village. Un día de otoño de 1949 encuentra en una revista el anuncio de unos libreros anticuarios de Londres, situada en el 84 de Charing Cross Road. Así comienza una deliciosa relación epistolar que se prolongará a lo largo de veinte años. En ella la escritora le reclama a un librero tímido y educado en la clásica reserva británica, volúmenes poco menos que inencontrables, ediciones antiguas de Tristam Shandy o de los diálogos de Platón y de los cuentos de Canterbury o de las primeras novelas de Virginia Woolf. En aquellos años Londres vivía en pleno racionamiento de posguerra y uno se imagina la librería Marks & Co. como una isla cálida y confortable con olor a papel impreso y a tazas humeantes de té, con pavimento de madera y grandes cristaleras sobre las que llueve mansa y civilizadamente. Cada carta nos aproxima al cristal de la vida de unos personajes que van tejiendo, en torno a viejos libros, una intimidad que es casi amorosa. No es un filme que haya gustado a todo el mundo, desde luego no a los aficionados a los largometrajes con ritmo trepidante. Pero es una joya que evoca con delicada exquisitez el lugar que ocupan los libros en nuestro corazón.

Los escritores somos a veces personas esquivas que aspiramos a crear mundos aparte para conjurar así nuestra soledad. En estas fechas en que la pulsión gregaria fermenta sobre carreteras atestadas de tráfico, el viaje interior parece estar proscrito como destino. Si dentro del frenesí colectivo alguien concibe un sueño, será una sensación lejanísima porque sólo existirá dentro de su mente. Este viernes santo, el cielo está cubierto. Atrás queda la verdadera procesión del silencio: las calles vacías de la ciudad, quioscos clausurados, las persianas metálicas de los bares cerradas a cal y canto. De vez en cuando levanto la vista y miro el mar tendido frente al hotel, pero al instante vuelvo los ojos al libro que tengo entre las manos, una ráfaga de aire salado pasa las páginas y empuja las olas contra la madera pulida de la Bounty.

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