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¿Identidades que matan?

Joan Subirats

El individuo que aparentemente dirigía el grupo terrorista que ha asolado Madrid y sus alrededores estos pasados días, Serhan Ben Abdelmajid, alias El Tunecino, inició sus estudios de doctorado en la Universidad Autónoma de Madrid a mediados de la década de 1990. El profesor de Relaciones Internacionales de la mencionada universidad, Miguel Ángel Pérez Martín, describía en La Vanguardia a esa persona como alguien que atravesaba una "gran crisis, quizá de identidad, existencial o cultural, que se manifestaba en una gran ansiedad". Ello le llevaba a exigentes ejercicios de disciplina, de ayuno más allá de lo prescrito por su religión, buscando una pureza que se exigía a sí mismo y al grupo de fieles que le rodeaban. A juicio de algunos, ese fundamentalismo religioso específico, esa mezcla de universo autorreferencial que va generando vinculaciones enfermizas entre versiones espurias de la religión que profesan y lealtades absolutas de grupo, es el que acaba desencadenando dramas colectivos como los que hemos vivido estos días. Como decía el mencionado profesor en su comentario: "Su incapacidad para construir un mundo a su imagen y semejanza les empuja a destruirlo" y a destruirse a sí mismos en un ritual paranoicamente purificador. Pero en opinión de otros muchos, las razones profundas del terrorismo que nos asola están en las raíces mismas del islam.

Siguiendo la primera versión, nos encontraríamos cerca de otros ejemplos contemporáneos de grupos o sectas coercitivas, con un elevado grado de manipulación psicológica, que construye entre sus miembros lógicas identitarias simples y exclusivistas, y que se autolegitiman a partir de fuertes ejercicios de prueba que acaban conduciendo al compromiso y a la fidelidad absolutas. Su afán redentor justificaría cualquier sacrificio, por elevado que éste sea, llegando incluso a la propia autodestrucción como símbolo supremo de entrega a los ideales compartidos. Si El Tunecino y sus acólitos fueran seguidores de un gurú exótico o su brutal atentado fuera explicable desde la lógica estricta de su demencia grupal, sin rebajar un ápice su gravedad y significación, probablemente no seguiríamos viviendo en la zozobra continua de estos últimos años. Lo que genera más desasosiego es que no hay día en el que no tengamos manifestaciones más o menos relevantes de que hay algo en el mundo islamista que parece favorecer ese tipo de derivas sectarias y destructivas.

Hace 10 años, poco antes de morir, Ernest Gellner escribió un sugerente libro, Condiciones de la libertad. La sociedad civil y sus rivales, en el que consideraba la secularización como una tendencia general en todo el mundo, y advertía de que el mundo del islam era el más resistente al cambio, precisamente por sus rasgos fundacionales. Como bien sabemos, la religión islámica carece de centro regulador y jerárquico. Es una fe que está a disposición de cualquiera capaz de leer los escritos considerados sagrados, y cuya práctica puede suponer minuciosas consecuencias en la vida práctica personal y colectiva, como bien saben las mujeres. Se trata, dice Gellner, de un proyecto jurídico de orden social, una mezcla de teocentrismo cristiano y legalismo judaico, cuya concreción la realizan los eruditos competentes. De ahí la importancia de los que pueden leer, de los que interpretan. Precisamente, la renovada importancia de la religión en los países de tradición musulmana formaría parte de la búsqueda de nuevas imágenes para gentes que, en plena modernidad, ya no pueden seguir identificándose con sus antiguas pertenencias locales de linaje, clan o tribu. Curiosamente, el nuevo islam, aparentemente homogeneizador y legalista, favorece vínculos más amplios, más individualizados, menos localistas. Pero sigue requiriendo el vínculo fuerte de la estricta observancia de la ley coránica de los suníes, o la perfección personal de los imames chiítas, que aseguran la rectitud de su interpretación. En uno y otro caso, la religión islámica funciona a través de una red descentralizada de intérpretes, de confianza y de vínculos que casa bien con el mundo globalizado y la presencia en todas partes de fieles dispuestos a seguir la ley y a sus intérpretes más allá de que existan cerca instituciones de poder consideradas como propias. De ahí la importancia de saber quién ejerce de intérprete de los textos sagrados en cada lugar.

No creo que sea posible sostener, a partir de esas premisas, que nos enfrentamos a un enemigo cuyas bases ideológicas son de tal radicalidad y ortodoxia militante que quien quiera combatirlo no tiene resquicios sobre los que operar, ni creo que pueda argumentarse que el corpus coránico tiene en su propia armazón las raíces del mal absoluto al que algunos de sus seguidores nos han sometido. No hay "identidades asesinas", siguiendo la terminología de Amin Maalouf, susceptibles de ser atribuidas en exclusiva y sin matices al islamismo. Si así lo creyéramos, entonces nuestra labor estos días tendría dimensiones que quiero excluir radicalmente y que Europa ya sufrió en demasía. Tampoco acepto la distinción de Giovanni Sartori entre inmigrantes integrables e inmigrantes inintegrables por razones religiosas. Son numerosísimas las pruebas de que existen muchas otras lecturas del Corán que permiten mantener identidades complejas, ni excluyentes ni asesinas. Recomiendo releer el libro de Jordi Esteva Mil y una voces para cerciorarse de que en el islam hay más pluralidad de la que imaginamos, con sus luces y sombras, la más dramática de estas últimas, sin duda, la que concierne a la situación de la mujer. Es la hora de que, sin ingenuidad, sin coartadas exculpatorias, reforzando la seguridad y la capacidad de anticipación que en este caso no parece haber funcionado, aprovechemos a favor de la convivencia y del pluralismo la descentralización interpretativa y potencialmente abierta del mensaje coránico. Creando interlocutores sólidos como proponen las asociaciones inmigrantes marroquíes. Buscando y tejiendo alianzas. Generando complicidades. Ayudando a acabar cuanto antes con el conflicto israelí-palestino, que lo envenena todo. Sacando a Irak del atolladero en el que el fundamentalismo bushevique nos ha metido. E iniciando una política prudente y decidida de gestos con nuestros vecinos del sur que nunca debería haberse echado por la borda tan alegremente como hicieron José María Aznar y Federico Trillo.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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