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Columna
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Antonio Machado

Una vez oí a Vargas Llosa disertar sobre sus libreros favoritos. Mencionó diversos establecimientos de Lima y de Londres, y se detuvo con especial tibieza en una tiendecita del Barrio Latino de París regentada por un exiliado español que, contaba, le permitía robar los libros cuando la asignación semanal del escritor, de todos los escritores suramericanos que entonces pululaban por aquel enorme laberinto de granito y óxido que era París, no le daba más que para el bocadillo. Vargas Llosa recordaba a aquel viejo librero con nostalgia, como no podía ser de otro modo, y a veces, en mitad del sueño o del insomnio, regresaba al local esquinado, hacía correr la puerta de cristal, sonaba un rumor de metales plateados y él hojeaba volúmenes en silencio, entre la luz de ceniza del atardecer. Yo he estado en París muchas veces y nunca he encontrado a aquel viejo librero ni a ningún otro; en su lugar, me extravié entre los pisos y las estanterías infinitas de la FNAC de La Défense y la Gibert Joseph de Saint-Michel. El contraste no podía ser más violento: los libros yacen depositados sobre las baldas como en las urnas de un mausoleo, y en vez del anciano que conoce a cada uno de ellos por su color, peso y las marcas de los lomos, se agitan por los rincones laboriosos jóvenes de uniforme, que consultan catálogos o teclean la computadora antes de atender una solicitud. Cuando llegué a París, procedente de la árida Sevilla, aquella superpoblación bibliográfica me dejó sin aliento, me dio fiebre: fantaseaba con la idea de que, como en la Biblioteca de Babel, en los anaqueles de aquellos edificios de la Rive Gauche se hallasen contenidas todas las páginas habidas y por haber, e invertía mis madrugadas en imaginar eróticamente mi encuentro con el libro al que mi nacimiento me había predestinado. La cantidad me deslumbró durante mucho tiempo, sin darme ocasión a advertir que había perdido algo mucho más esencial: la calidad de la mano amiga que me tendía un título o me aconsejaba registrar la zona derecha de la estantería más alta.

El hipermercado es una consecuencia inevitable del pensamiento ilustrado: que nadie me diga qué loncha de jamón o qué perfume es más adecuado, quiero decidir por mí mismo y lo tomo con mi propia mano del mostrador. También en el mundo del libro se ha impuesto ese egoísmo, esa jactancia; buscamos la recomendación de un suplemento o la novela que anoche alabó un crítico en un programa a deshora y no nos dejamos influir por un simple empleado. No sé si es mejor o peor: Flaubert detestaba el ferrocarril porque rescindía la espontaneidad de las carreteras y el polvo en las botas, pero él se acomodaba en sus asientos cada vez que tenía que encontrarse con Louise Colet en una ciudad próxima. Probablemente la librería Antonio Machado constituya una nueva víctima del progreso, como lo fueron la Montparnasse, La Roldana, Cervantes, Sanz, tantas otras. Nada se puede oponer al empuje de los raíles y las nuevas ideas; nos queda, como a Vargas Llosa, retornar con los insomnios a su pretil de acero, el busto del poeta frente al escaparate y la luz con sabor a licor de café que se derramaba sobre las cristaleras en las tardes de primavera, tardes como la de hoy mismo, tan distinta.

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