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El nudo gordiano

José María Ridao

Es probable que la promesa de retirar las tropas españolas de Irak si antes del 30 de junio las Naciones Unidas no se hacen cargo de la situación no hubiese alcanzado tanta resonancia si, entre los países que participan en la ocupación, no se hubiese instalado desde hace tiempo una soterrada inquietud: la de que a estas alturas nadie sabe qué están haciendo allí las fuerzas militares extranjeras. Dejando de lado las especulaciones acerca de si la presencia de soldados en Irak tiene que ver o no con el terrorismo perpetrado en la retaguardia, lo cierto es que, en nuestro caso, resulta cuando menos alambicada la explicación de que el despliegue de mil trescientos efectivos en Diwaniya tiene como objetivo ofrecer protección a los ciudadanos en Atocha o Leganés. Se puede, por supuesto, recurrir a la metáfora de la hidra, de una amenaza que opera a través de tentáculos que obedecen a una remota e invisible cabeza, y que nos obligarían a un despliegue militar en los lugares más insólitos y remotos. Pero, metáfora por metáfora, esa estrategia condena a nuestras tropas, nos condena, a imitar el comportamiento del espadachín que tira tajos contra la oscuridad mientras le hostiga un enemigo burlón y sanguinario. Y como quizá haya pasado el momento de discutir acerca de cuál es la comparación más atinada, la más justa metáfora -si es que debiera existir jamás un momento para semejante desvarío-, convendría recuperar el discurso político, al menos esa parte de él que lo único que se propone es juzgar el acierto o el error de determinadas decisiones, las tome quien las tome.

La presencia de nuestro país en las Azores fue uno de los mayores dislates internacionales perpetrados por un Gobierno español en las últimas décadas. Pero no ya porque España nunca debería haber comparecido en esa cumbre, sino porque, sencillamente, esa cumbre no debería haberse celebrado. Ahora bien, la colosal dimensión de este desatino, cuya pormenorizada explicación a los españoles sigue pendiente, no puede conducir a la idea de que cualquier rectificación es posible y, además de posible, adecuada. La posición del Gobierno entrante sobre la permanencia de nuestras tropas en Irak, fruto de una promesa realizada en campaña, presenta dos puntos débiles que, de no recibir un rápido y adecuado tratamiento, pueden acarrear graves consecuencias tanto para nuestro país como para la propia estabilidad internacional, enfrentada a una de las crisis más inquietantes desde el final de la guerra fría.

El primero de estos puntos débiles es que, al haber fijado una condición de difícil cumplimiento para decidir sobre la retirada de las tropas, y haber fijado, además, una fecha explícita para que ésta se produzca, algunos grupos terroristas entienden que el tiempo que resta hasta el 30 de junio es decisivo para poder presentar como victoria lo que, en realidad, fue una oferta electoral hecha al margen de sus crímenes y exacciones. Sería ingenuo negar que ese riesgo existe, y que es real. Pero precisamente porque existe, y precisamente porque su existencia deriva del hecho de haber olvidado que determinados movimientos militares, y en concreto la retirada de un escenario bélico, no deben anunciarse con antelación, es por lo que sorprende, todavía más, que algunos miembros del Gobierno saliente, además de ciertos círculos neoconservadores norteamericanos, o incluso ese filósofo francés que, hace apenas unas semanas, nos informaba de lo bien que marcha el mundo sin Sadam, cometan la pavorosa temeridad de confirmar a los terroristas en la idea de que sí, de que una eventual retirada de las tropas españolas es resultado de sus acciones y no de una previa promesa electoral. Mienten y saben que mienten, como bien podrían comprobar tras una sumaria mirada a las hemerotecas. Pero esta vez su mentira puede contribuir de manera decisiva a que lo que fue un punto débil en la formulación de un compromiso electoral por parte de un candidato se convierta en un sangriento pulso de los terroristas para alzarse con una apariencia de victoria.

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El segundo punto débil de la posición del Gobierno entrante frente a la descomunal equivocación de las Azores tiene que ver con la ambigüedad de lo que se le exige a Naciones Unidas y, en definitiva, con la ambigüedad de una fórmula como la de "hacerse cargo" o "hacerse con las riendas" de la situación en Irak. Desde que las tropas anglo-norteamericanas derrocaron el régimen de Sadam, el problema al que se enfrenta el país es doble. Por un lado, la ocupación y sus dramáticos avatares, en los que cada víctima provocada por las fuerzas extranjeras mina un poco más su débil posición para actuar como árbitro del futuro político de Irak; por otro, la imperiosa necesidad de poner en pie un Gobierno legítimo y aceptado como tal por la mayoría de los iraquíes, algo que sólo se podría alcanzar a través de unas elecciones democráticas. Resulta innegable que el progresivo deterioro de la seguridad, hasta alcanzar las dimensiones de un abierto conflicto armado entre los ocupantes y sus colaboradores locales, por una parte, y los más variados grupos insurgentes y terroristas, por la otra, representa un grave contratiempo para la posibilidad de celebrar unos comicios. Pero esta constatación no supone, en absoluto, que la ocupación y la necesidad de poner en pie un Gobierno legítimo no sigan siendo dos problemas diferentes. Y lo que es aún más importante, esta constatación no debería arrastrar a que, puestos en la tesitura de dar cumplimiento a una promesa electoral, se perdiese de vista el principal dato de partida: y es que, mientras Naciones Unidas tendría poco margen para pronunciarse respecto de una ocupación no consentida sin perder, al mismo tiempo, su obligada neutralidad frente a todos, incluidos los iraquíes en armas, su papel en la celebración de unas elecciones democráticas sería insustituible.

El riesgo al que se enfrenta el Gobierno entrante a la hora de concretar la condición que podría detener la retirada de las tropas es precisamente ése, el riesgo de que bajo fórmulas como las de "hacerse cargo" o "hacerse con las riendas" se reabra la misma discusión que tuvo ya lugar en las semanas previas a la aprobación de la Resolución 1.511. Entonces era el Gobierno británico el que, por razones internas, aspiraba a que Naciones Unidas convalidase el despliegue de sus tropas en Irak, y Francia y Alemania las que se oponían por considerar que lo que había tenido un origen ilegal no debía ser subsanado. Estados Unidos, por su parte, apreciaba un pronunciamiento del Consejo de Seguridad en la medida en que avalase decisiones previamente adoptadas por Washington, y entre ellas la de conservar el mando de las tropas ocupantes, pero no lo consideraba imprescindible.

En realidad, este equilibrio se mantiene hoy inalterado, salvo que ahora sería España, y no el Reino Unido, el país que, también por razones internas, tendría interés en una nueva resolución. Una reedición más o menos actualizada de la 1.511 -quizá laresultante más verosímil, a juzgar por las posiciones mantenidas hasta ahora en el Consejo de Seguridad- colocaría al futuro Gobierno español ante una alternativa poco holgada: o bien mantener las tropas cuando nada sustancial habría cambiado o bien retirarlas cuando, a los efectos, las Naciones Unidas habrían accedido a los requerimientos de Madrid, al menos desde el punto de vista formal. Pero es que una nueva resolución que fuese más allá de la 1.511, y que de una u otra forma colocase la ocupación bajo el amparo de Naciones Unidas, tendría unas consecuencias aún más impredecibles para el futuro político de Irak, puesto que convertiría a la Organización en parte del conflicto y, por lo tanto, la invalidaría como agente neutral para hallar una salida política. En concreto, invalidaría su contribución a la preparación y el desarrollo de unas elecciones democráticas que sirviesen para poner en pie ese Gobierno legítimo y reconocido como tal por la mayoría de los iraquíes, que es, a fin de cuentas, el nudo gordiano de la crisis internacional en la que estamos envueltos.

Puede que, a los efectos de una salida política de esta naturaleza, la comunidad internacional haya acumulado ya un irremediable retraso, y que la violencia sobre el terreno resulte a estas alturas irrefrenable. Aun así sería urgente, extraordinariamente urgente, llevar a cabo el que podría ser uno de los últimos intentos de sacar a la comunidad internacional del avispero en el que la introdujeron los aventureros de las Azores, promoviendo que el Consejo de Seguridad apruebe una nueva resolución sobre Irak. Pero no una resolución para "hacerse cargo" o "hacerse con las riendas" de la situación, como si lo que se pretendiera fuese una subrogación directa o indirecta de Naciones Unidas en la posición de los ocupantes, de manera que, en efecto, el principal problema fuese el de determinar si Washington conserva o no el mando de la llamada coalición. La resolución que se necesita es de otro orden; una resolución en la que, respondiendo a la petición del ayatolá Sistani, y en último extremo a la voluntad de la inmensa mayoría de iraquíes que desean vivir en paz, Naciones Unidas tome bajo su control el proceso político que debe conducir al establecimiento de un Gobierno legítimo en el país. Es decir, una resolución en la que, primero, Naciones Unidas se comprometa a preparar y supervisar unas elecciones democráticas en el más breve plazo posible; segundo, inste a los ocupantes a respetar las obligaciones que les imponen las Convenciones de Ginebra y, tercero, les exija el compromiso de vincular la permanencia de sus tropas a lo que decida el Gobierno legítimo de Irak salido de las urnas. Si éste no se considerase en condiciones de gestionar el orden interno y pidiese que se quedasen, deberían quedarse. Pero deberían salir si ésa fuera, por el contrario, la voluntad del Gobierno legítimo de Irak.

Es mucho lo que el Gobierno entrante y los ciudadanos españoles podríamos jugarnos en los próximos tiempos si la cadena de errores que comenzó en las Azores se perpetuase. En este sentido, la fecha del 30 de junio podría convertirse, no en el límite fijado para el regreso de unas tropas que nunca deberían haber sido desplegadas, sino en el plazo del que dispondrían los terroristas para cometer una más de sus vilezas: disfrazar sus crímenes como victoria.

José María Ridao es diplomático.

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