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Columna
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Regreso al oasis

Josep Ramoneda

Las noticias del fin de semana en Cataluña han sido la exitosa presentación al público de las instalaciones del Fòrum, la buena acogida de la puesta en marcha del Trambaix, las gestiones del conseller en cap en Bahrein para consolidar el Gran Premio de Cataluña de automovilismo y la exigencia del presidente Maragall de que el PSC tenga grupo propio en el Parlamento español. Es la crónica de un país alegre y confiado que ha alcanzado un estadio en el que ya puede concentrar sus energías en cultivar su jardín. Como espectador de telediarios, esta imagen de país idílico choca con la tensión que se vive en el resto de España (y especialmente en Madrid) bajo el impacto del 11-M y su estela: el atentado frustrado al AVE, la autoinmolación de un grupo de terroristas islamistas, la búsqueda de otras personas implicadas en la masacre, la amenaza de nuevos atentados. Si en el mundo globalizado nada de lo que ocurre en cualquier parte del mundo nos es ajeno, mucho menos si lo ocurrido estaba a 600 kilómetros. Aunque bien es verdad que las distancias no las marcan sólo los metros y que, a veces, hay cosas cercanas que resultan más lejanas que otras mucho más distantes. En cualquier caso, da la impresión de que Cataluña después de la tormenta de la primera alternancia en 23 años, después de las crisis de inmadurez del tripartito, después del luto por la matanza de Madrid y después del hundimiento electoral del PP, ha vuelto a su estado natural: el oasis que nada altera. El anuncio de las 100 medidas para 100 días -clonado de las campañas institucionales del pujolismo- es como el símbolo de que todo cambia para que más o menos todo siga igual.

El Fòrum podría ser una buena oportunidad para dar la palabra al laicismo ahogado en los países musulmanes
Da la impresión de que Cataluña después de la tormenta ha vuelto a su estado natural: el oasis

Está bien que una sociedad siga su curso sin dejarse intimidar por las amenazas. Sin duda, la mejor manera de responder a los terroristas es conseguir que la vida cotidiana se mantenga inalterada y, por tanto, que cada cual siga concentrado con las pequeñas manías y entretenimientos que alimentan el paso de los días debería ser un síntoma de una sociedad muy madura. La selección de hockey y el grupo parlamentario propio para el PSC son una buena transposición a la política de aquellas menudencias que rompen la monotonía de los ciudadanos en las sociedades bien instaladas: una pugna en la comunidad de vecinos por las antenas parabólicas o el piercing de la niña adolescente. Dichosa la sociedad que puede hacer de estas cosas preocupación principal. Sin duda, hay pocas en el mundo tan privilegiadas.

Sin embargo, la amenaza terrorista no excluye a Cataluña, ni mucho menos, por más que tengamos un humillante salvoconducto de ETA en nuestras manos. Y los avatares de la globalización -que en lo esencial significa "interdependencia global", como ha escrito Zbrezinski- no nos son en absoluto ajenos. Pregunten, por ejemplo, a los trabajadores que han perdido su empleo por el furor deslocalizador de ciertas compañías. El terrorismo global está en casa desde hace ya varios años -no se olvide que el 11-S se cerró en Salou-, y aquí nos preocupamos sobre todo de poder disputar nuestras batallas simbólicas a través de las selecciones deportivas y de presionar al nuevo Gobierno español antes de que empiece a formarse, porque no hay que dar ni un solo día de tregua a la tensión entre nacionalismos (Esquerra ha presentado ya 24 iniciativas en las Cortes y CiU otras 27, en un ejercicio de celo profesional digno de encomio).

La envergadura del autogobierno depende, evidentemente, de los atributos que éste tiene: en reconocimiento, en capacidad legislativa y en recursos financieros. Pero la autonomía realmente existente se puede hacer más fuerte o más insignificante en función del modo de actuar de quienes la gobiernan. Por más que las atribuciones sean limitadas (y no lo son tanto: Cataluña tiene, entre otras cosas, policía propia), la cuestión del terrorismo global concierne a las instituciones catalanas como a todos, y en este momento, la primera obligación de todo gobierno es la lucha contra el terrorismo global de destrucción masiva. El terrorismo no debe detener la vida de las ciudades y de los países, y éstos deben mantener sus programas y sus reivindicaciones. Pero las circunstancias imponen una jerarquización de los problemas que no debería escapar a ningún gobernante. Hoy, el principal problema que tenemos todos es la presencia de una trama de terrorismo islamista en España, y no cabe mirar a otra parte; más cuando los gobernantes catalanes pueden hacer muchas cosas en este terreno. Por ejemplo, encabezar el proceso de integración de los inmigrantes en nuestras ciudades y pueblos, lo cual es decisivo para restar posibilidades a los que intentan instalar redes islamistas.

La apoteosis del Fòrum es la imagen más chocante. Bien está que la gente tome posesión de una parte de la ciudad que, como todas, es suya. Bien está que el Fòrum se abra a la ciudadanía. Pero este aire de fiesta que se vivió donde la Diagonal encuentra, por fin, al mar, no debería hacer olvidar que el Fòrum, si quiere ser algo más que ornamentación, no puede mirar a otra parte. Hay que superar el miedo de cierta cultura timorata a hablar mal del mal, y hay que afrontar la cuestión del terrorismo global de destrucción masiva en el marco de la reflexión de conjunto sobre el proceso de globalización. Del mismo modo que hay que analizar las diferentes formas de terrorismo, rechazando las ideologías de la amalgama que a base de decir que todos los terrorismos son iguales han facilitado que el terrorismo islamista se introdujera en España mientras todas las miradas se concentraban en ETA. Y, sobre todo, hay que potenciar a los sectores laicos del mundo musulmán que también existen y a los que Occidente ha dejado siempre a su suerte. Fue contra el nacionalismo árabe laico que se potenció cierto islamismo que ha acabado engendrando al terrorismo islamista. Ahora éste se revuelve contra Occidente. El laicismo está ahogado en los países musulmanes y no hay ni la confianza, ni la complicidad para favorecer su desarrollo. El Fòrum podría ser una buena oportunidad para oír su voz. Como debería ser una ocasión para debatir los límites del discurso multiculturalista. Cataluña está perfectamente situada para contribuir, según sus modestas capacidades, a construir puentes y vías de relación. Lo cual no significa contemporizar, sino decir las cosas por su nombre: un crimen es un crimen, por más coartada culturalista que se le quiera dar.

No debería hacer falta esperar a que Cataluña pase por la trágica experiencia de sufrir un atentado para que nuestros gobernantes pongan la cuestión del terrorismo global en el primer lugar de sus preocupaciones, y para que asuman, contra ciertas veleidades multiculturalistas, el principio de integración en las reglas comunes del laicismo democrático.

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