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Columna
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Víctimas

Durante muchos días varios periódicos han venido publicando perfiles biográficos de las víctimas de Madrid. El melancólico desfile de vidas truncadas nos recuerda al mismo tiempo la envergadura de la tragedia y la individualidad de cada uno de los muertos. También es una muestra de solidaridad con los allegados, tal vez un pobre consuelo en la desgracia.

Sin embargo, y que Dios me perdone, no he podido dejar de preguntarme si aquel día aciago no viajaba en tren algún hijo de puta. Hablar mal de los muertos es peor que incorrecto; es repugnante. Pero si todas las víctimas, según se ve, eran personas buenas, cumplidoras, optimistas, queridas por sus vecinos y aficionadas a actividades recreativas honestas; si entre ellas no había ninguna que fuera zafia, esquinada, incompetente, viciosa, desesperada de la vida, en suma, tan ruin que su desaparición haya causado más alivio que tristeza, podríamos caer en la trampa de condenar el terrorismo por la presunta inocencia de las víctimas y no como un acto inadmisible a rajatabla.

De hecho, no faltan voces que lamentan las muertes pero justifican a quienes las causaron en aras de la injusticia que impera en el mundo. Otros equiparan el terrorismo a las guerras recientes, a la desigualdad entre países, a la abusiva presión económica del gran capital, a agravios históricos que se pierden en la noche de los tiempos. No estoy de acuerdo, aunque entiendo el argumento. En ocasiones la desesperación y la impotencia se transforman en estallidos de violencia. Lo que hay que hacer es tratar de corregir las injusticias o cuando menos denunciarlas, no absolver los crímenes.

Por lo demás, el terrorismo no es un acto desesperado, sino su opuesto: un acto fríamente calculado para producir una conmoción social, tanto por sus efectos inmediatos como por la inseguridad que engendra. La guerra también es mala, pero es otra cosa. Y el capitalismo, igual. En sentido contrario, la inocencia de la víctima no agranda el mal. La pena de muerte no debe ser abolida por temor a condenar a un inocente, sino por una razón de principio, aun cuando el reo confeso de un delito se jacte de haberlo cometido. Si empezamos a confundir el crimen con su causa, y ambos con sus consecuencias, vamos mal.

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