Diario
Al vaciar, tras su incineración, el cajón de la mesilla de noche de mi marido, descubrí a un hombre diferente, pues salieron de él, entre otras cosas, decenas de botones sueltos y cepillos de dientes usados. En un papel de celofán encontré los restos de las uñas de los pies que se cortaba sentado en el borde de la cama. Siempre creí que recogía estos restos orgánicos para arrojarlos luego a la basura, pero venía almacenándolos desde hacía meses, quizá años. También vi 20 o 30 costureros minúsculos, de los que dan en los hoteles, varias maquinillas de afeitar usadas y un cuadernito en el que apuntaba despropósitos que se le ocurrían en mitad de la noche (jamás me enteré de esa costumbre, pese a que tengo el sueño muy ligero). Leí un par de ellos y se me quitaron las ganas de continuar.
Cuando hube agrupado aquellos objetos por familias y tamaños, me pregunté para qué podía haber guardado un paquete de tabaco medio vacío, si había dejado de fumar hacía 20 años. O por qué conservaba, en el interior de una caja de pastillas para la tos, una muela del juicio que le habían arrancado de joven. Aunque era un ateo militante, encontré en el fondo del cajón varias medallitas y estampas de santos y santas que no sé de dónde podía haber sacado. Descubrí también un conjunto de esquelas de periódico, sujetas por un clip, de personas cuyos nombres no me decían nada. Me recorrió un escalofrío al pensar que había dormido junto al dueño de aquellas pertenencias durante tanto tiempo.
Y es que si las comparaba con las que guardaba en los cajones que compartíamos, parecían pertenecer a personas distintas. Precisamente, él solía criticar mucho mi incapacidad para desprenderme de las cosas viejas y no se ponía jamás una corbata de la temporada anterior ¿Por qué, pues, aquel cementerio sobrecogedor de objetos inútiles junto a su almohada? De niño había sido pobre, pero me pareció una explicación insuficiente. Pregunté a su madre si quería hacerse cargo de aquellas porquerías y me miró horrorizada, de modo que las convertí en cenizas y las arrojé por el sumidero del bidé -un trasto que le fascinaba-, esperando que fueran a reunirse con las suyas, que habíamos arrojado al mar.
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