Coartadas y atenuantes
El fenómeno se dio ya, y con mucha mayor intensidad, a raíz del 11 de septiembre de 2001, porque entonces lo favorecían la lejanía física de la tragedia y esa fobia contra la política exterior de Estados Unidos que caracteriza a buena parte de nuestra intelligentsia. Me refiero a la culpabilización de la víctima o, si lo prefieren, a la coartada del castigo: los atentados de Nueva York y Washington fueron una atrocidad, por supuesto; pero, ¿acaso la arrogante América de Bush, con su hegemonismo y su agresividad, no se lo estaba buscando?
Es claro que de forma más cautelosa -esta vez, la herida resulta terriblemente cercana- la matanza del 11 de marzo en Madrid empieza a producir algunas reacciones parecidas. La idea, espontánea y visceral en tantos manifestantes del 12 y el 13 de marzo, según la cual la carnicería perpetrada en los trenes era una consecuencia del alineamiento de España en el trío de las Azores y, si José María Aznar no hubiese querido hacerse el gallito junto a Georges W. Bush, nuestro país habría permanecido a salvo del terror, esa idea ha ascendido ya al rango de análisis sesudo y va camino de convertirse en la visión políticamente correcta de aquel dramático suceso. Desde estas mismas páginas, el 11-M madrileño ha sido puesto en relación con "una política internacional injusta y bárbara que está en el origen de muchos muertos civiles inocentes" -se sobreentiende que también de los de Atocha- (Gema Martín Muñoz), incluso con "la desafección mostrada por el Gobierno hacia el mundo árabe"; los 190 asesinatos han sido vinculados con "la gestión realizada en los últimos años de la inmigración", y hasta con "las malas relaciones entre España y Marruecos" (Bernabé López García). O sea: lo de Madrid fue un crimen horrible, claro, pero es que Aznar anduvo provocando...
No me considero sospechoso de simpatía, ni siquiera de indulgencia, hacia el todavía presidente del Gobierno, hacia su partido o hacia su política a lo largo de los últimos ocho años. Sin embargo, creo que ninguno de los numerosos errores imputables a ésta en los terrenos diplomático, inmigratorio o cualquier otro sirve como explicación ni como circunstancia atenuante de la fanática barbarie del 11-M; y me parecen patéticos los esfuerzos de ciertos autores que, en su noble afán por rechazar las imputaciones colectivas contra los árabes o el islam, practican la culpabilización colectiva de ese Occidente que, con su conducta imperialista, depredadora y xenófoba, se hace de algún modo acreedor a la punición de los acólitos de Bin Laden.
Recordemos un puñado de datos objetivos. El terrorismo en general -y menos aún el islamista- no es en absoluto el brazo armado de los parias de la tierra; éstos serían, en todo caso, los millones de habitantes de esa África negra devastada por el sida y la miseria, y su arma no es la bomba, sino la emigración ilegal en busca de un futuro. El terrorismo, en cambio, mueve (véase EL PAÍS del pasado día 25 de marzo) 1,23 billones de euros al año, y las economías de sus grupos estelares (Al Qaeda, Hamás, etcétera) no pueden ser más saneadas. Por otra parte, los primeros macroatentados con el genuino sello de Al Qaeda se produjeron en Nairobi y Dar es Salaam en agosto de 1998; en aquel entonces, quien residía en la Casa Blanca era el bueno de Bill Clinton -no Bush- y quien imperaba en Bagdad era Sadam Husein -no el virrey Bremer-; y, aunque el objetivo aparente de los coches-bomba eran las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania, lo cierto es que 245 de los 257 muertos fueron africanos, muchos de ellos musulmanes: ya entonces debió quedar bien claro qué poca importancia poseían para esos asesinos las coartadas políticas y los distingos religiosos o nacionales.
¿Y qué tenían que ver con Irak, o con Palestina, los 200 turistas australianos masacrados en Bali en octubre de 2002? Pues, a los efectos de quienes les mataron, lo mismo que las víctimas madrileñas del 11-M, entre las cuales -por cierto- había cubanos, marroquíes, ecuatorianos, brasileños, chilenos..., súbditos de países que incluso se opusieron a la guerra iraquí. ¿Les sirvió eso de algo? ¿Tardaremos todavía mucho en entender que ningún pasaporte, que ninguna política exterior -ni la pasada de Aznar y Ana Palacio, ni la futura de José Luis Rodríguez Zapatero y Miguel Ángel Moratinos- nos ponen al abrigo de la vesania del terrorismo islamista globalizado? (sobre éste, por cierto, resulta muy estimulante la lectura del ensayo de John Gray, Al Qaeda y lo que significa ser moderno, recién editado por Paidós).
Llama la atención, por otra parte, el empeño de ciertos "especialistas de guardarropía" -me apropio la expresión de Antonio Elorza- por negar o minimizar la filiación religiosa, el corpus coránico sobre el que asienta su autolegitimación el terrorismo que acaba de golpearnos. No, claro que no se debe caer en la islamofobia; pero tampoco en una angélica islamofilia que considere el Corán una simple obra literaria, y repute como justa, noble y libertadora cualquier causa por el mero hecho de ser oriunda del Próximo Oriente árabo-islámico. Todos los totalitarismos, al fin y al cabo, han asegurado actuar en nombre y a favor de los oprimidos -ya fuesen de clase o de nación- y nada impide que en nuestros días el totalitarismo lleve turbante, o se escude en el concepto de yihad, o considere a Sadam Husein un paladín del Tercer Mundo. Vean, como mero síntoma, el currículo del abogado francés Jacques Vergès, aquel togado que, después de haberlo sido del nazi Klaus Barbie y del terrorista mercenario Ilich Ramírez, Carlos, se dispone ahora a defender al ex dictador iraquí... A eso se le llama coherencia profesional, o tener una clientela homogénea.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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