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Columna
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Basura

Schopenhauer, una vez más: por qué tener miedo a la muerte, a qué acobardarse ante la aniquilación y el ocaso, si en realidad estamos muriéndonos de continuo, a cada latido, a cada secreción, a cada progreso tajante del segundero. El sudor, las uñas y el cabello que nos cortamos de mes en mes, los excrementos, los restos de piel que abandona nuestro cuerpo al frotarse de modo imperceptible contra la materia: nos perdemos en ese desgaste continuo, nos vamos regenerando y desechando las sobras hasta que un nuevo inquilino ocupa el puesto de la antigua fábrica, y es sólo un lejano familiar de quien escribe estas líneas el que se amortaja para ser encerrado en un ataúd. Vivir consiste en ir dejando restos, desperdicios, mugre, huellas de nuestro paso; por esto solemos acariciar los objetos de los difuntos, la ropa que cuelga del armario sin hombro sobre el que posarse, la vieja pitillera, los anteojos, a pesar de que nuestro filósofo condene como absurdo tanto embalsamar a los cadáveres como conservar nuestras deyecciones en un relicario. Apasionarse por la mierda, apreciarla estéticamente en el fondo de la taza, reírse de los chistes de culos y pedos son todos rasgos de analidad según Freud, indicios de inmadurez sexual y mental. La gran mayoría de la humanidad debe alinearse entonces en esas filas, porque quién puede negar que la basura resulta un artículo de lo más interesante y revelador. Cada andaluz genera 1,3 kilos de basura al día, según la Cámara de Cuentas: lo que se abandona en el contenedor no son meras botellas de plástico, sobras de la cena y juguetes descartados; ese kilo y medio de basura diario es una porción de la propia vida o de la propia muerte de cada andaluz, su sombra, su reflejo invertido, el producto de su intercambio con las cosas que le rodean. Lo que despedimos con la bolsa de basura cada noche es el mismo individuo que la estrenaba ayer.

A veces el cubo de los desechos dice mucho más de sus dueños que los artículos bien limpios y ordenados que le circundan desde las estanterías de su casa. Recuerdo a aquellos intrépidos reporteros del mundo del corazón que se dedican a revolver porquerías en los traspatios de los chalés de los famosos, soñando con la margarita entre los cerdos que pueden suponer unas fotografías no lo suficientemente troceadas o un test de embarazo susceptible todavía de una declaración última. El artista dadá alemán Kart Schwitters se dedicaba a vagabundear por Hannover y a recoger los residuos con que se cruzaba: sobres y sellos usados, papeles, periódicos amarillos, tarjetas, trozos de tela; luego, en su taller, los ensamblaba con cola y creaba extrañas geometrías, collages pardos que tenían el aspecto de una ciudad en otoño. Tal vez, contemplando su obra, Schwitters advertía que no se limitaba a combinar cosas muertas, sino que de algún modo estaba incluyendo en su proyecto la vida secreta de muchas personas que ya no existían, a las que habían pertenecido y que se habían consumido contra esas servilletas, diarios y trajes rotos. Y entonces pienso yo también que los camiones de la basura criban cada madrugada en sus trituradoras el censo de todos los días pasados, con sus desengaños, temores y ansias: y que de carecer de ese servicio de higiene pública todos seríamos más viejos y pesados a cada día que pasa.

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