Epidemias, mentiras y democracia
Cuando la cosa se pone seria, los servicios de inteligencia apartan a los epidemiólogos...". Así comenzaba hace algunos meses una información de EL PAÍS sobre las actuaciones del Consejo Nacional de Inteligencia estadounidense respecto al SARS o neumonía asiática. ¿Ofensivo para los epidemiólogos?, ¿alivio general por estar en tan buenas manos? De un tiempo a esta parte, la información sanitaria comienza a ser considerada materia sensible y estratégica. Lo ilustra la misma neumonía asiática antes mencionada por sus consecuencias humanas y económicas, las cuestiones sobre guerra biológica que han conducido a la censura científica, o la pandemia de gripe aviar.
La relevancia pública que, por los motivos citados, está adquiriendo la epidemiología, y el hecho de que la información que proporciona se considere estratégica, más que alegrar a los epidemiólogos nos inquieta. Volviendo al comienzo, de ser cierto, no nos ofendería que nos sustituyesen los servicios de inteligencia, pues no se desconfía de nuestra profesionalidad, sino de nuestra independencia. Es esta independencia en la elaboración y difusión de información epidemiológica la que resulta amenazada, de la misma manera que se controla la producción y difusión de cualquier información con un posible impacto en la opinión pública.
El profesor José Vidal Beneyto nos advertía en un brillante artículo en EL PAÍS que a los poderes dominantes no les basta con manipular la información, han ocupado su origen y son ellos los que controlan la producción y difusión de noticias dosificándolas según sus necesidades. De alguna manera tratan, entre otros objetivos, de compensar el espacio de libertad, inmediatez y accesibilidad que de momento nos ofrece Internet.
Es cierto que ahora es relativamente sencillo acceder a gran variedad de información sanitaria de fuentes supuestamente solventes, como cualquier periodista avisado conoce; pero no es menos cierto que estas fuentes son usualmente de carácter gubernamental, están sujetas a unos controles no siempre justificados por motivos científicos o técnicos y hay indicios que presagian restricciones cada vez más rigurosas. Recordemos que la epidemiología, cuyo principal objetivo es el estudio de la frecuencia y distribución de los problemas de salud para determinar sus causas y evitarlas, es la herramienta básica en la elaboración de la información sanitaria, y constituye, por tanto, la inteligencia que nutre, o debería, las políticas de salud pública.
La falta de independencia en esta área está relacionada con dos aspectos particularmente relevantes: la transparencia democrática y la autocensura. La opacidad informativa es, desafortunadamente, un fenómeno común: desconocemos cómo se gestionan las cuentas públicas porque no se nos ofrece una información suficientemente clara; no sabemos qué ingredientes componen la inflación -considerados secretos para evitar que sean manipulables cuando así son más susceptibles de manipulación-, estuvimos implicados en una guerra contra Irak y permanecemos como fuerza de ocupación en ese país sin haberse hecho públicos los verdaderos motivos... y así podríamos continuar con innumerables ejemplos.
En este contexto, seríamos ingenuos si pensásemos que la información sanitaria va por otros derroteros. Al fin y al cabo, de la misma forma indolente con que aceptamos cualquier mentira, nos hemos acostumbrado a que se hagan juegos malabares con las listas de espera en sanidad, a que se oculten informes sobre las diferencias territoriales de salud en España, a que tras una ola de calor en la información oficial los españoles mostremos una resistencia inusitada comparada con nuestros vecinos, a que frente a las crisis ambientales se diluyan las responsabilidades en protección de salud, o a que los incómodos datos sobre las desigualdades en salud pasen casi inadvertidos. Esto en casa, mientras más allá de nuestras fronteras están ocurriendo hechos tan poco tranquilizadores como la censura de información con el pretexto del terrorismo o las dificultades de financiación a las que se enfrentan algunos científicos por trabajar en áreas sensibles.
Esta pérdida de transparencia democrática, esta poda incesante de los resquicios a la información veraz debe ser contrarrestada y va siendo tiempo de exigir que los centros de producción y difusión de la información, ya sean de estadísticas generales, de salud, de economía o de trabajo, dejen de estar manipulados por los gobiernos. Es preciso asegurar que los diversos institutos y centros encargados de producir y difundir información tengan unos estatutos y un funcionamiento que les asemeje, por poner un ejemplo actual, a la BBC. Es necesario incorporar en la cultura de nuestro país la idea de que los informes producidos con dinero público pertenecen al público y, por lo tanto, deben estar disponibles, en la medida de lo materialmente posible. Y hoy, con los medios electrónicos de comunicación, esto es factible.
La desenvoltura con la que desde el poder político se tamizan los datos existentes ante una supuesta crisis sanitaria es tal que ha forzado a muchos epidemiólogos a ejercer cierto grado de autocensura. En este contexto se invoca el principio de precaución más para evitar que la población conozca y valore por sí misma los riesgos, que para proteger su salud. Puede ser razonable, o al menos objeto de debate, que algunos datos muy concretos se aderecen para evitar alarmas innecesarias.
También es importante mejorar las formas de comunicación pública de riesgos. Pero nada de ello debe alegarse como coartada para escatimar información relevante sobre diversas exposiciones y riesgos que pueden afectar a nuestra salud. Ese paternalismo que rodea el manejo de datos sobre efectos en salud, basándose en la supuesta inmadurez de la población, acaba minando la capacidad de control público y crea una enorme desconfianza popular que finalmente alimenta la espiral de silencio y produce reacciones paradójicas y desproporcionadas.
Mientras es criticable la autocensura citada y debe ser corregida, esto sólo será posible si se establecen los medios para impedir la intolerable injerencia de ciertas autoridades sanitarias en el control de la información epidemiológica. Y es que los dos hechos comentados son síntomas, por si faltaban más, de una pérdida de calidad de nuestra democracia y reclaman la intervención en todos los ámbitos de aquellos que con ella se sientan comprometidos.
Ildefonso Hernández Aguado, presidente de la Sociedad Española de Epidemiología (SEE), y los miembros de la Junta Directiva de la SEE: Marina Pollán, Luis Carlos González Pérez, Ferran Ballester Díez, Santiago Pérez Hoyos, María Teresa Brugal y Xurxo Hervada Vidal.
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