Los rostros del mal
A comienzos del siglo XXI, el mal sólo tiene un rostro unánimemente reconocido: el nazismo. Su carácter indiscutiblemente maléfico no sólo queda certificado por una abundante literatura de altísimo nivel -desde Primo Levi hasta Imre Kersetz-, sino también por la propia cultura de masas. Cuando la saga de Indiana Jones necesita unos villanos aceptados por todos en su papel, a los que se pueda liquidar sin compasión y sin explicaciones, elige a los nazis. El nazismo es el rostro del mal hasta el punto de que, tengo la impresión, los grupos minoritarios que lo reivindican desde el presente, las diversas facciones neonazis, lo hacen precisamente asumiendo su maldad, como una opción por el mal. El neonazismo actual no es estrictamente revisionista: su argumento no es que el nazismo no hizo lo que hizo, sino que hizo lo que debía.
En las últimas semanas hemos tenido en Barcelona a dos autores muy distintos, el húngaro Imre Kersetz y el esloveno Boris Pahor, ambos supervivientes de los campos de exterminio nazis, que nos decían que para ellos otro de los rostros del mal es el estalinismo, los regímenes comunistas de la Europa del Este. Víctimas los dos de los nazis, su ampliación de los rostros del mal no podía acusarse de demagógica. No nos proponían un rostro alternativo: no el nazismo, sino el estalinismo. Lo que hacían era sumarlos bajo la etiqueta común del totalitarismo. Aun así, me parece obvio que el reconocimiento de este segundo rostro del mal no es tan unánime. En primer lugar, porque en nombre del sueño comunista se movilizaron en el siglo XX energías positivas de muchísima buena gente que quería un mundo mejor. En segundo lugar, porque los que no vivimos directamente la experiencia de las dictaduras del Este no hemos recibido el grado de información equivalente al que tenemos sobre el nazismo. Cuando nos llegaron las primeras informaciones de este tipo -el Archipiélago Gulag de Solzhenitsin- nuestra propia coyuntura política llevó a rechazarlo injustamente. Finalmente, el final del comunismo no ha sido paralelo al final del nazismo y su historia se ha escrito de otra manera. Pero en cualquier caso, con un nombre u otro -pongámosle estalinismo, para consensuarlo-, parece claro que las dictaduras comunistas del Este de Europa y sus epígonos asiáticos, empezando por Pol Pot, deben reconocerse como otra cara del mal, tan terrible como el propio nazismo.
Pero en la falta de reconocimiento de otras caras del mal, además de la universalmente reconocida, puede pesar otro factor, que citaba el filósofo Paul Bruckner en una reciente entrevista en Le Figaro. El mundo occidental viene del Siglo de las Luces, de la revolución liberal, que en el fondo es una reivindicación de la bond
ad humana. El pensamiento liberal no puede creer que una comunidad humana pueda querer deliberadamente la destrucción, el exterminio del enemigo. Entonces, dice Bruckner, para este pensamiento occidental el mal no acaba siendo creíble, "el mal no es más que un malentendido, una mala interpretación de los términos del enemigo (...) El mal no existiría, sólo sería la expresión de una falta de diálogo". Por tanto, para este pensamiento occidental, existen ciertamente expresiones que parecen atribuirse al mal, como los atentados de Nueva York o de Madrid, pero serían siempre el resultado de un malentendido y de un déficit de diálogo. Los totalitarismos no existirían, sólo existirían aspiraciones justas no escuchadas y un malentendido momentáneo, subsanable con el diálogo que los desarmaría.
¿El nazismo sería la única excepción a esta percepción idílica y bienintencionada de Occidente? De hecho, ni tan sólo sería una excepción. Europa occidental también interpretó el auge del nazismo en esta misma clave del malentendido. De hecho, Alemania tenía razones: había sido humillada en Versalles, tenía aspiraciones territoriales más o menos legítimas. Por tanto, hablando se podía entender la gente. Y de esta actitud occidental, más arraigada de lo que la memoria colectiva ha querido retener, nace la actitud de Chamberlain en Múnich y la feliz convicción europea de que el diálogo había superado el malentendido y salvado la paz. Sólo la evidencia posterior de las atrocidades nazis imposibilita del todo y a todos la lectura del nazismo como un malentendido y permite identificarlo como un rostro del mal. De un mal que, puesto que tiene un rostro, debe existir de alguna forma.
Para mí, la cuestión ahora es nuestra dificultad para reconocer como un rostro del mal al terrorismo que impacta contra Occidente -Estados Unidos, Australia, España, Israel-, pero también contra lo que podríamos denominar el Oriente traidor: Marruecos, Turquía, Arabia Saudí, incluso Pakistán. Tengo la sensación de que ante el terrorismo continúa funcionando la idea del malentendido que señalaba Bruckner. Por ejemplo, en Cataluña es obvio -en España, no- que el terrorismo de ETA no es percibido como un rostro del mal, sino como un malentendido, como una comprensión deficiente de los argumentos del otro. Y en amplios sectores europeos, el terrorismo de raíz islámica es percibido también como el fruto de un malentendido, de una incomprensión nuestra, como algo que sería fácil resolver negociando, no provocando, cediendo. Se ha instalado la idea -cronológicamente falsa- de que el terrorismo integrista es una respuesta a la invasión de Irak. No es cierto. El 11-S fue antes de la invasión. España ya había sido golpeada duramente por un terrorismo de esta matriz en el brutal atentado de Torrejón de Ardoz, antes de las guerras de Irak y antes de Aznar, Bush y Blair.
Ciertamente, todo totalitarismo tiene causas y tiene también coartadas. Ciertamente, algunas de estas coartadas son razonables. Hay que evitar la humillación del mundo musulmán y trabajar para su progreso material, sin que esto obligue a una uniformización cultural y religiosa. Ciertamente, se debe resolver la cuestión vasca, mal resuelta si no se reconoce a los vascos el derecho a decidir su propio futuro. Pero tengo la sensación de que estas causas justas no son la raíz del mal. Por tanto, debemos intentar resolver lo que es injusto porque es injusto, no porque tengamos la convicción de que con ello desarticulamos el mal. El tratado de Versalles era una injusticia. ¿Justifica esto al nazismo, lo convierte en un malentendido histórico? ¿Justifica la actitud de los que acudieron a Múnich no a dar la vuelta a una injusticia histórica, sino a apaciguar a la fiera para que no les molestara? ¿Deja de ser el nazismo un rostro del mal?
Vicenç Villatoro es escritor.
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