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Columna
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Sin coartada

Josep Ramoneda

Érase una vez un país en el que había un gobierno de coalición formado por tres partidos. Desde su nacimiento había sido noticia fundamentalmente por sus crisis y por los desencuentros entre sus miembros. En estas circunstancias, el país afrontaba unas elecciones, y en ellas los tres partidos del gobierno obtenían resultados verdaderamente excepcionales. Sin duda, es un caso de estudio, para la ciencia política. Ha ocurrido en Cataluña, y creo que es un caso útil para que mucha gente del resto de España comprenda mejor lo que pasa aquí. Quizá si uno se para tres minutos a pensar en tan extraño caso entienda lo que significa la complejidad del demos español.

En cualquier caso, al Gobierno catalán se le han acabado las coartadas. Los magníficos resultados le dan autoridad y fuerza para emprender todas las reformas prometidas que este país necesita. Me lo decía el responsable de una institución empresarial: "Para nosotros los resultados han sido magníficos. Temíamos pagar los platos rotos de cuatro años de enfrentamiento entre el Gobierno español y el catalán, que hubiesen tenido costes altísimos para Cataluña. Ahora no hay excusas".

Efectivamente, no hay excusas. El Gobierno ya no puede apelar al atenuante del aprendizaje de la cultura de coalición. Estos tres meses han ocurrido cosas suficientemente graves como para que si alguien todavía no ha aprendido a ejercer su responsabilidad ya no la aprenderá nunca. Por tanto, no sirve. El voto masivo a los partidos del tripartito confirma que es, en estos momentos, la opción de gobierno preferida por los catalanes. Si alguna de las partes, por cálculos más o menos espurios, cometiera el error de romperlo unilateralmente, lo pagaría caro en futuras elecciones. Cualquier duda sobre la legitimidad del tripartito ha sido completamente disipada. La oposición lo sabe, y se lo está tomando tan al pie de la letra que Cataluña se está quedando sin derecha (otro caso de estudio para la ciencia política). El PP está desaparecido después del fracaso. CiU se reúne para hacer análisis de sus malos resultados y Artur Mas proclama: "No somos gente de derechas". CiU dice que hará política de centroizquierda. La concentración en esta zona del mapa ideológico promete ser tan grande que este país andará a la pata coja.

El presidente Pasqual Maragall tiene un escenario mejor que el que había imaginado en sus momentos más optimistas. ¿Quién recuerda hoy que la noche del 16-N se le daba por acabado políticamente? Todo lo que ha ocurrido desde entonces -incluso la crisis Carod- se ha resuelto de la manera más favorable para él. Tiene a Rodríguez Zapatero en Madrid y al Gobierno catalán en inmejorables condiciones para influir en la política española. Pero al tenerlo todo a favor aumenta la responsabilidad y desaparecen los atenuantes. O consigue su proyecto de reforzar el autogobierno catalán catalanizando España o habrá fracasado.

Además, esto ocurre en un clima particularmente positivo. El país se siente liberado de la losa que era la política de José María Aznar, que gobernaba España exigiendo adhesiones incondicionales y excluyendo -e incluso satanizando- a quien discrepaba de sus planteamientos. Hay la sensación de que España respira, con lo cual será posible recuperar la palabra, que es la esencia de la política democrática. Pero además, estas elecciones han servido para responder a la pregunta sobre la fuerza real de la idea de una España plural. Lo he escrito varias veces: las posibilidades de Zapatero pasaban porque después de 25 años de Estado autonómico, la idea de la pluralidad hubiese cuajado realmente en la ciudadanía española. Había un dato esperanzador: en todas las encuestas, la cohesión nacional y los nacionalismos no figuraban ni de lejos entre las principales preocupaciones de los ciudadanos. Sí el terrorismo, por supuesto, lo cual permite pensar que los ciudadanos distinguían perfectamente entre terrorismo y nacionalismos democráticos. Faltaba la prueba electoral. Es cierto que se ha votado en circunstancias realmente excepcionales, a los tres días de una masacre terrorista, pero a pesar de ello creo que puede decirse que el intento del Gobierno de deslegitimar a la oposición a partir del caso Carod y del tripartito catalán ha fracasado totalmente.

En estas condiciones tan favorables, el Gobierno catalán tiene que ponerse a hacer los deberes sin dilación. Se acabó el tiempo en que con tal de defender los símbolos se aceptaba resignadamente, en nombre del realismo y la gobernabilidad, lo que Madrid decidía. Al Ejecutivo catalán le corresponde demostrar en la práctica que, a partir de un momento determinado, los gobiernos de CiU se acomodaron y se resignaron en ámbitos en los que se podía haber avanzado mucho más, y que el terreno perdido se puede recuperar.

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CiU tenía la coartada del otro, el Gobierno de Madrid, y el victimismo fue muy útil para la supervivencia de la coalición. A este Gobierno no le cabe esta opción. Cuatro años de gobierno del PP le hubiesen permitido seguir en la estrategia de la queja que tanto ha ablandado a este país. Pero ahora habrá un Gobierno amigo en Madrid, apoyado por un grupo parlamentario al que el PSC aporta 21 de los 164 diputados. Con este peso real y con el peso moral de haber encabezado el arranque del cambio, tiene fuerza para obtener resultados, y la ciudadanía todo el derecho a exigírselos.

No se trata del juego infantil de quererlo todo ya. Rediseñar las relaciones internas de España no es tarea de un día, y los ciudadanos lo saben. Pero pronto se percibirá si el proceso va en el buen sentido. Al mismo tiempo, al convertir la queja -siempre pasiva- en exigencia de responsabilidades -por definición activa- es de esperar que el tiempo del victimismo acabe para siempre.

Hay en Cataluña unas instituciones de autogobierno que manejan recursos muy importantes. Es de buena ley exigir presencia en la toma de decisiones en España -y el Gobierno catalán está en mejores condiciones que nunca para ello-, pero precisamente si se consigue asumir este papel principal se habrán acabado las excusas cuando las cosas aquí se hagan mal. La ambición -y a este país le ha faltado mucha en los últimos años porque el Gobierno nacionalista creía que su sola existencia ya lo exculpaba todo- es positiva porque tiene una gran ventaja: hace más visible la responsabilidad del que gobierna. Por tanto, también estimula la exigencia de responsabilidades por parte de los ciudadanos.

El poder del PSC en particular y del Gobierno catalán en general es tan fuerte que le caerá un aluvión de demandas encima. Habrá que procesarlas, ordenarlas y hacer lo realmente viable, pero ya no se les perdonará que vuelvan a perderse en querellas de familia y en crisis innecesarias. O demuestran su eficacia o todo habrá sido un espejismo. Nadie antes ha tenido tanto poder a tantos niveles en Cataluña.

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