Lavapiés, nuevo observatorio mundial
El 11-M ha atraído la atención internacional hacia el antiguo símbolo del casticismo madrileño. El ánimo del barrio ha cambiado
Lavapiés está, sobre todo, triste, dicen los vecinos. Por aquí no pasaron los trenes destrozados por el atentado del 11 de marzo, pero está tan cerca de la estación de Atocha como para haberse despertado ese día con el estrépito de la tragedia: el de las ambulancias.
Aquí, en la calle de Tribulete, fueron detenidos seis de los 10 sospechosos de haber cometido el atentado. Pero también hay una víctima mortal, que vivía a tan sólo a unos metros, en la calle de Sombrerete. Aquí hay cientos de ecuatorianos, peruanos, dominicanos..., que pertenecen a algunas de las comunidades inmigrantes afectadas por la tragedia, pero también viven muchísimos marroquíes -entre los que también hay 17 víctimas- a los que ahora se mira de reojo porque para algunos ser musulmán se ha convertido en sinónimo de simpatizante de Al Qaeda.
"Andando por estas calles no siento que ya no estoy en mi país", dice Tafsir Dia
Éste es el barrio de la mezcla de culturas, una pequeña onu en la parte castiza de la ciudad, donde hace unos años se hablaba con acento madrileño cerrado y hoy se escucha el suajili, el árabe, el quechua, el francés, o cualquiera de los que hablan las más de 50 nacionalidades censadas en sus calles.
Éste es un barrio de Madrid que oficialmente no existe, porque es sólo un cogollo de calles, una plaza y una parada de metro. Pero pertenece a un distrito, el de Embajadores, que es donde más aumentaron los habitantes originarios de otros países el año pasado, según el censo municipal.
Y a primeros de enero de este año ese distrito tenía un 30,9% de población extranjera, unas 35.000 personas. Tantos como vecinos tienen Soria o Teruel.
Tan extranjeros, pero tan de aquí, como el senegalés Tafsir Dia, de 40 años, que lleva 13 en España y es dueño de un restaurante del barrio y secretario de la asociación que reúne a sus compatriotas.
Él fue uno de los pioneros del barrio y explica por qué apenas un puñado de calles se han convertido en un mosaico de culturas. "Este barrio lo hemos levantado nosotros, los extranjeros, como Chueca lo levantaron los gays y las lesbianas. Hemos sido los primeros en reabrir las tiendas, las casas derruidas y en darle vida", asegura. "Hemos venido a aportar. Por eso me gusta el rollo cultural del barrio, la gente que se mezcla, que rompe barreras y prejuicios. Soy parte de esto, y sólo andando por Lavapiés no siento que ya no estoy en mi país".
Por eso no se perciben estos días cambios en la vida diaria. Lo dice Enrique Gutiérrez, miembro de la Red Lavapiés, un grupo de gente que busca formas originales para llamar la atención sobre los problemas del ciudadano y que trata de evitar que la especulación acabe con la vida de barrio, porque con la ampliación del Museo Reina Sofía y las promesas de saneamiento urbanístico del Ayuntamiento, Lavapiés sufre el encarecimiento de sus inmuebles.
Estos días, corrobora Gutiérrez, Lavapiés está triste "como toda la ciudad". "Se nota en que estamos alucinados de que conviviéramos con alguien que pensaba en hacer algo como lo de Atocha. Por otro lado, hay miedo a cuáles sean las consecuencias", sostiene. Porque, dice, ya antes era habitual que, de vez en cuando, la policía acordonara la plaza y realizara redadas, que se saldaban con un buen número de detenidos por falta de documentación. "Hay miedo a que esto se acentúe con el pretexto de los atentados", agrega.
Sobre la plaza de Lavapiés, en casa de Guillermo López, se divisa lo que cada día convive en este barrio. Abuelos sentados al sol con su gancha entre las manos, mujeres en sari que pasean con sus hijos, gitanas que venden flores, jóvenes de piel oscura y pelos rasta... "Esto es un gueto no homogéneo", dice López. "El PP centralizó aquí la marginalidad extranjera y lo sufrimos la clase media que no podemos pagar otros pisos. Pero también es centro de ocio de la gente alternativa y hay mucha actividad cultural".
Como la que practica La Fiambrera Obrera, un grupo del barrio que trabaja en propuestas a caballo entre el arte y la protesta social -uno de sus inventos es un futbolín con un equipo con chilaba y el otro de guardias civiles-, al que pertenece Jordi Claramonte
, quien cree que el problema más agudo del barrio es la Ley de Extranjería. "La gente depende de la arbitrariedad de los policías, de si hoy son estrictos o no para pedir los papeles, y eso es difícilmente sostenible, porque entonces nos quedamos sin el pescadero o el butanero".
Pero no es la opinión de muchos. "Estamos mejor, porque ahora hay policía y antes lo que había era un montón de ladrones. Y los moros que siempre me molestan", dice Jalal, bangladesí y encargado del restaurante Shapla, que hasta hace poco mantenía el nombre de Casa Juanito, aunque ya hace tiempo que no se sirve más que comida hindú bajo los típicos azulejos madrileños.
Dora, la camarera tras la barra del café Barbieri, lleva siete años viviendo en Lavapiés y también pone peros al "mosaico cultural". "Sí, pero con inseguridad. Vivo a cuatro calles y me voy en taxi, porque estoy harta de los tirones. Y el otro día me sacaron un cuchillo", dice. "Paradójicamente, el barrio está hoy más seguro que nunca".
José Guirao, que ahora dirige la sala de arte La Casa Encendida y antes dirigió el Reina Sofía, tiene plena confianza en el futuro, porque cree que Lavapiés es un laboratorio social, "donde la sensación es de barrio, no de escaparate". Y agrega: "Un hecho puntual no cambia una tendencia, y aquí la tendencia es de integración relajada. Creo que lo que ha sucedido va a traer más comprensión y a afianzar el sentimiento de mestizaje".
Que Lavapiés une a los pueblos se notaba el viernes por la noche durante la concentración por la paz que se convocó en el barrio. El grito de "¡viva España!" apenas tuvo eco. Al de "¡viva Lavapiés!" le siguió una ovación.
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