El retrato y la medalla
El 16 de marzo de 2003, hace poco más de un año, una foto dio la vuelta al mundo. En las Azores, tres estadistas rubricaban con su imagen la inminente invasión de Irak, que se iniciaría cuatro días después. La invasión corrió a cargo de las dos potencias principales: Estados Unidos y Gran Bretaña. El otro socio enviaría algún buque cargado de tiritas y agua oxigenada, y algo más tarde un reducido contingente de tropas. No había nada heroico en el tercer interviniente. Ni siquiera decisivo para la contienda. Nada más allá de la apuesta diplomática, la foto, la satisfacción de estar mano a mano con los jefes planetarios, de poner los pies en la misma mesa del mismo rancho de Texas.
El tercero en liza quizás creería rentabilizar su apoyo sin sufrir ninguna baja. Por desgracia, eso supone no entender uno de los principios de la sociedad mediática y globalizada: que lo importante para el mundo no era enviar unos cuantos soldados, que lo importante era la foto, retratarse; lo importante era esa foto que podía costar tan caro, como algunos dijimos por escrito, cuando la mayoría ni siquiera sospechaba lo que llegó a ocurrir después. En la foto Bush ponía su mano izquierda sobre el hombro de Aznar; era el indulgente profesor que tiene un rasgo de afecto con su alumno aplicado. Muchos pensamos entonces que no se trataba de un alumno aplicado: se trataba de un alumno pelota, un alumno pelota que vivía asimismo rodeado de ministros pelotas, tertulianos pelotas y periodistas pelotas, que le hacían la pelota hasta extremos masturbatorios.
El Gobierno español podía presentar entonces una buena gestión económica, pero un lamentable saldo en todo lo demás. Incluso en aquellas vertientes de gestión sensibles para un Gobierno conservador sus resultados eran malos: una política de mano dura con la inmigración no impedía que el país se fuera poblando de indocumentados y una teórica apuesta por la seguridad hacía que las grandes ciudades se volvieran cada vez más inciertas por la noche. Pero el argumento del terrorismo vasco cubría con un manto de indulgencia todos los errores. El terrorismo vasco se había convertido en el único problema y servía para omitir cualquier otro. Ciertamente, el Gobierno tenía éxito en la desarticulación de comandos, en el progresivo debilitamiento de ETA. Es una de las pocas cosas que hay que agradecer. Claro que, paradójicamente, el debilitamiento de ETA se acompasaba con el fortalecimiento del discurso que englobaba en la categoría de asesinos, cómplices o tontos útiles a un sector cada vez más amplio de la sociedad.
La explotación del argumento llegaba hasta la insania. Los que tanto han condenado en estos días pacíficas caceroladas contra el Gobierno, los que han llamado golpistas a emisoras que reclamaban la verdad, los que ni siquiera han tolerado que la sociedad les pida explicaciones, se aprovechaban hasta hace sólo unos días de cada gota de sangre derramada, como si ésta, en una siniestra balanza, siempre pesara a su favor. Cualquier información vinculada con ETA les servía para reiterar su discurso de sal gruesa y enlodar la vida política. El ministro Acebes no se recataba, tras detener a unos terroristas en Cuenca, en arremeter contra el Gobierno catalán, confundiendo una vez más su cargo público con opiniones de partido. Incluso a las pocas horas de las bombas de Atocha, al presidente navarro Sanz le faltó tiempo para hablar del plan Ibarretxe, como si más que su presunto horror por la tragedia madrileña le pudiera su verdadero horror por la coalición Nafarroa Bai.
Nada han recibido que no hubieran estado propinando durante muchos años. De hecho, nada han recibido que no merecieran. Dicen que a la hora de votar, las lágrimas en el rostro de Ana Botella surgían por haber oído a gente que llamaba asesino a su marido. Quizás el sentimiento conyugal le impida valorar, incluso ahora, las veces en que sus correligionarios, con mucha menor relación de causa-efecto, han llamado asesino a los demás. Dos hombres poderosos se retrataron el 16 de marzo de 2003, y al tercero le vendieron la baratija de la Medalla del Congreso americano. Valga el retrato para siempre.
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