El terror de la pérdida
Desde que el ser humano se hace humano -a partir del momento en que aprende a utilizar símbolos y a representarse cierta conciencia de sí mismo-, la pérdida de un ser querido se constituye en un acontecimiento de gran trascendencia para la cultura y para la biografía de quien sufre la pérdida. Han evolucionado así innumerables rituales, socialmente sancionados, que permiten a cada persona y a su comunidad elaborar, a través de procesos de duelo culturalmente prescritos, la pérdida del ser querido.
El proceso de duelo tiene un doble condicionamiento: por una parte es un proceso profundamente neurobiológico mediatizado por gran cantidad de actividad de los distintos circuitos cerebrales y de las hormonas y neurotransmisores que los regulan. De ahí que, cuando sufrimos la pérdida de un ser querido, nuestro lenguaje exprese vivencias equivalentes a la pérdida de un órgano corporal: "Me lo arrancaron", "estoy completamente roto por dentro".
El condicionamiento social del proceso de duelo representa la ayuda que los allegados y la sociedad prestan a la persona doliente para la cicatrización de heridas tan dolorosas, un proceso que conlleva el reconocimiento social del valor de la pérdida y su incorporación a una estructura de sentido comunal.
Cuando la pérdida de un ser querido ocurre a través de la acción destructiva de otros seres humanos o adquiere caracteres de catástrofe colectiva, se incrementan exponencialmente tanto el dolor de las víctimas como las dificultades de completar el proceso de duelo y recuperar el equilibrio emocional. Estos duelos incompletos pueden conducir al desarrollo de secuelas como el síndrome de estrés postraumático, o las diversas formas de estados ansiosos y depresivos.
Todos hemos vivido y compartido el dolor de los familiares de las víctimas mortales del terrible atentado terrorista del 11 de marzo en Madrid, y hemos asistido a los primeros pasos de tal vía dolorosa: la espera de la confirmación de la terrible noticia, la penosísima identificación de los restos mortales de sus seres queridos, la aceptación de sus cadáveres, su enterramiento y los primeros funerales celebrados.
El proceso de duelo se dificulta enormemente en estos casos cuando el estado de los cuerpos hace imposible un último adiós cara a cara, cuando la identificación se realiza a través de pruebas tales como el ADN o cuando caben dudas sobre su certeza. De ahí la importancia que las autoridades deben -y suelen- dar a la recuperación de objetos personales de los fallecidos, unos objetos que permiten la confrontación repetida, y anegada de sentimientos, con un equivalente de la imagen sensorial del fallecido.
Se facilita así su paulatino cambio del registro del presente a la memoria del pasado: memoria que, con el paso de cierto tiempo, ya no provocará dolor. La respuesta de la sociedad, en las múltiples formas en que se manifiesta -celebración de funerales, actos conmemorativos, ofrendas de flores o velas, reconocimiento de las biografías de cada una de las víctimas y un imaginativo etcétera- permitirá a los familiares de las víctimas mortales aceptar el afecto de toda la comunidad y, a través de esas muestras de proximidad, dotar de sentido consolador a tan trágicas muertes.
He aquí una labor que nos compete a todos: mantengamos la memoria de las víctimas mortales, y el afecto y apoyo a sus familiares y allegados, el tiempo que sea necesario para que recuperen su integridad emocional.
Los lectores pueden enviar preguntas a madridenlamente@elpais.es