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Columna
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Las cavernas

Ayer recibí carta de un amigo maltés con el que coincidí un año atrás en un congreso de jóvenes escritores en Parma, y que muy afectado me presentaba sus condolencias por la carnicería de la estación de Atocha. Nuestros días son los libros que van a dar a la mar: siempre asocio un determinado pasaje de mi vida con el libro que me encontraba leyendo en aquel momento, bajo cuyas páginas me protegía del tedio y la madrugada, así que leer las palabras de mi amigo fue como regresar bruscamente a ese volumen del grosor de un diccionario con el que vagabundeé por un par de aeropuertos y soporté las estrecheces de la clase turista durante mi viaje a Italia. Al releer, ahora, los Diarios del escritor rumano de origen judío Mihail Sebastian, donde se consignan las miserias privadas y públicas de un hombre acorralado en mitad de la terrible década de 1940, encuentro que todo este dolor de hoy no es nuevo, que la indignación de que se hacen eco las manifestaciones y los debates viene de muy lejos, se ha repetido muchas veces, y que ese amargo consomé que nos ha empantanado el estómago sin avanzar ni retroceder, esa repugnante mezcolanza de horror, ceguera, remordimiento y lástima, había sido ya el plato de otros que vivieron antes que nosotros y cenaron sobre mesas parecidas. El pánico que embargaba al joven Sebastian cuando daba testimonio del avance de los ejércitos nazis a través de Europa y se preguntaba por el destino de su miserable vida no difiere del que en estos días me hace temblar a mí, imaginando esa amenaza turbia que procede del desierto y que, como la otra, tiene por objeto la destrucción absoluta de la humanidad, entendido este concepto como el conjunto de todo aquello que nos hace humanos y nos diferencia de las hienas, los buitres y las alimañas. Porque tanto Auschwitz como Madrid o Nueva York son escenarios de la misma criba: aquella en que los bárbaros buscan despedazar un largo pasado de penalidades y esfuerzos para hacer del hombre una criatura digna de su piel y de sus cabellos.

Contemplé las manifestaciones silenciosas de Madrid y Sevilla bajo el aguacero, y me pregunté si cabe alguna otra reacción además de la serenidad y el recuerdo que recetaban los políticos, además de la perplejidad de la que no conseguía reponerme, como de un calambre que inmoviliza una de nuestras extremidades. Y fue precisamente este libro de Sebastian, la larga crónica de su pasión y muerte, de su lucha por no dejarse derribar por las hachas, el que me sugirió que esa respuesta existe. Él, que en un párrafo registraba la caída de París en poder de los alemanes con el dolor inconsolable de quien ve a su madre rebajada a fregar letrinas, alababa líneas más abajo un concierto de Brahms o Mozart que había captado a través de la radio alemana, venciendo todos sus remordimientos: y es que, cierto, sólo Brahms o Mozart, o Sócrates, o Shakespeare, o Las Mil y Una Noches, o Kant o la basílica de Santa Sofía pueden salvarnos de esta debacle. En estas horas de niebla e incendios, sólo la civilización ofrece, quizá, un abrigo: porque renunciar a ella para descender a la lógica de la pedrada y la cámara de gas significaría el triunfo definitivo de las cavernas.

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