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Columna
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Quién y por qué

En algunas pancartas que llevaban los madrileños en la manifestación del viernes pasado contra el terror se planteaban dos preguntas: quién había perpetrado la atroz matanza de Atocha y por qué. Correspondía al Gobierno contestar a la primera, y lo fue haciendo, poco a poco, de un modo tan torpe como sospechoso. Al segundo interrogante hubieran tenido que responder los asesinos, pero ningún argumento de tales bestias iba a conseguir justificar estas muertes. Los ciudadanos teníamos todo el derecho a hacernos esas y otras preguntas en medio del estupor y del dolor, pero a aquellas familias atormentadas, que pasaban primero por la experiencia traumática de identificar un cadáver, para asumir después una pérdida que nadie podría repararles, supongo que les daría igual que fuera una u otra banda de monstruos la autora de la matanza.

Blas de Otero, poeta de cuya muerte se cumplieron ayer 25 años, escribió: "Esto es ser hombre: horror a manos llenas". Y esos engendros del horror tienen los rostros idénticos que perfila la maldad, la misma lengua putrefacta que profana las palabras y el mismo aliento fétido del alma maldita que hace del inocente su presa. Sin embargo, fue el Gobierno, tanto por sus públicas intervenciones como por la forma de enunciar y administrar su información, el que dio la impresión de preferir una autoría y no otra entre las que se dibujaban como líneas de investigación. La expresión de las preferencias no tiene otro inconveniente para cualquier institución que el que provenga de la mentira interesada. Y, a pesar de la mentira interesada, la verdad nos distanció de lo que el Gobierno parecía querer. Fue ahí, con unas elecciones inmediatas y con el recelo estimulado por otros reiterados engaños gubernamentales, donde creció en el ciudadano la necesidad de saber con urgencia qué concreta banda de criminales había perpetrado uno de los más salvajes crímenes que ha sufrido nuestro país. Los ciudadanos tenían claro que si bien era igual de infame que fuera ETA la autora del drama o que lo fuera Al Qaeda no serían las mismas las consecuencias. También lo sabía José María Aznar y, sin poder aún responder sobre quién ha sido, se apresuró a contestar a la segunda pregunta de los manifestantes : ¿Por qué ? Dijo el todavía presidente en su primera comparecencia que aquellos desgraciados madrileños, fueran cuales fueran sus documentos de identidad o sus pasaportes, que en Madrid poco importa eso, habían muerto por ser españoles.

Pudo así llegar a hacer suponer que se reconocía algún sentido, aunque fuera abyecto, a los mercenarios patriotas del infierno etarra que matan a voleo. Pero era verdad que murieron por ser españoles, desgraciadamente. Es decir, ciudadanos de un país al que por su cuenta, y desoyendo las voces sublevadas en la calle, su máximo representante llevó a la guerra. Y, sabido ésto, sí que tenía sentido que figurara en la pancarta de la manifestación española contra la barbarie, además de la expresión de solidaridad con las víctimas y el rechazo al terrorismo, nuestra Constitución. No habíamos entendido qué hacía allí la Constitución hasta que al fin conocimos la verdadera autoría de la barbarie. Pero sí que tenía sentido que la Constitución, ignorada para entrar en una guerra que nos trajo la amarga consecuencia de una venganza repugnante, cruel e injustificable, recibiera el apoyo de los manifestantes: había sido ultrajada. De haber sabido el mismo viernes quién y por qué, no se hubiera entendido que los ciudadanos de las pancartas contra la guerra, desdeñadas por Aznar con chacarrillos, hubieran estado junto a él en la misma protesta. Los ciudadanos han hablado ahora en las urnas : han pedido en ellas la paz y la palabra. La palabra la han recuperado, con el pesar de los protagonistas del golpismo antidemocrático desatado ayer, desde el resentimiento y el rencor, en medios públicos y en los próximos al Gobierno derrotado. La paz la tendremos que recuperar ahora entre todos para nuestra común convivencia, perdido como está el espíritu de conciliación de la transición española. José María Aznar, lector de poetas, habrá leído ya a Cesare Pavese : todos los pecados tienen su origen en el complejo de inferioridad, que otras veces se llama ambición. Y también habrá leído a Gracián: No hay monstruosidad sin padrinos. Son lecturas propias para su despedida.

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