Derrota
Tenía casi ultimada una columna sobre la campaña electoral que pretendía ser jocosa y que los acontecimientos han invalidado en forma trágica. Hay cosas que provocan la caducidad hacia atrás y hacia delante. Escribir sobre lo ocurrido es inexcusable; también es poco menos que imposible decir algo sin caer en la reiteración, cuando no en la banalidad. En estos momentos, por otra parte, aún perdura una confusión respecto de la autoría, que en cualquier momento se puede despejar. Y cuando aparezca estas líneas ya se conocerá el resultado de las elecciones.
Sólo dos cosas permanecen inalterables: los hechos y sus secuelas. En sus declaraciones todos los políticos han insistido en una idea común: sea cual sea su origen, el terrorismo no alcanzará sus propósitos. No es verdad: ya los ha conseguido. El salvaje que casi todos los días asesina a su compañera sentimental en un momento de ofuscación consigue indudablemente su propósito. Del mismo modo el atentado de Madrid ha conseguido su único objetivo real. Los afectados lo saben mejor que nadie. Los demás, aunque no lo sepamos, también hemos sufrido un daño irreparable. Otra cosa es que con sus actos los terroristas contribuyan o no a su causa, avancen hacia la finalidad que se han establecido a medio o largo plazo; otra cosa es que los supervivientes sepamos extraer una lección, reforcemos nuestro pacto colectivo. Todo esto, en última instancia, sólo es una abstracción.
Cuando muere un ser humano todo se borra, desde el universo hasta el detalle más insignificante de su nimia vida cotidiana: una catástrofe colosal e irreversible de la que ciertamente nadie se salva, pero que nadie puede provocar sin incurrir en el más grave de los crímenes. Formulado en estos términos, el concepto adquiere una grandilocuencia de la que hasta ahora, bien que mal, habíamos podido prescindir. Ya no. Por supuesto, la vida sigue: volveremos a nuestras ocupaciones, compraremos coches, partidos de fútbol serán jugados. Pero en nuestra historia colectiva e individual un suceso ha sido escrito, en una letra que se va haciendo pequeña con el tiempo, pero que es indeleble. Éramos soldados alistados sin saberlo en una guerra y acabamos de sufrir una formidable derrota. No hay más allá.
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