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ELECCIONES 2004
Columna
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El derecho se convirtió en deber

Miquel Alberola

Si el sábado había sido el día de reflexión más triste de la democracia, ayer fue sin duda el más sombrío de los días de elecciones. La carnicería terrorista de Madrid había reventado la fiesta de la democracia. Los ecos de la campaña electoral habían quedado sepultados por el horror de los trenes de la muerte, y en la memoria de los ciudadanos los vagones despanzurrados y la escabechina de inocentes eran una brasa muy caliente. En ese estado de ánimo, el derecho de votar se había convertido en un deber. Y se notaba en las colas que se iban formando en los colegios electorales.

Durante la mañana el cielo se llenó de goteras, telarañas y destellos muy perezosos de sol, y muchas de las caras de los ciudadanos no eran distintas a lo que ocurría sobre sus cabezas. En su expresión transpiraban la conmoción de la masacre y la confusión por la autoría de los atentados. En algunos de los corros a pie de urna esta incertidumbre se hacía verbo:

La gente trataba de recuperar la normalidad y buscaba un lugar donde aislarse
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-Te digo que ha sido ETA. Lo pactaron con Carod Rovira.

-Bueno, ya veremos, ya veremos -objetaba una abuela incrédula a un candoroso anciano en el barrio de Patraix, en Valencia, a la salida del horno.

En la plaza del Ayuntamiento aún reverberaban los gritos de la concentración ante la sede del PP y el eco metálico de la cacerolada de Russafa, que se produjeron tras conocerse las detenciones, que reforzaban la pista del Al Qaeda, relativizada por el Gobierno, y la alejaban aún más de la versión oficial. A mediodía quedaba un coche del 091 frente al edificio y dos agentes guardando la puerta apestados por el vapor de aceite de la churrería ambulante del lado. Era el único rescoldo del incendio de indignación de la noche anterior, y varios transeúntes miraban hacia allí con la misma curiosidad en los ojos que si se tratase la falla a medio plantar de la plaza del Ayuntamiento: "¿Resistirá?".

De cualquier modo, a medida que la gente dejaba su opinión en la urna se iba relajando, como si consignara allí también su indignación y liberase toda la tensión contenida. Muchos vecinos pusieron el rumbo hacia el centro de la ciudad, buscando algún lugar donde aislarse de esa presión psicológica terrible. Se diría que trataban de recuperar la normalidad a toda costa. Hablaban de la primitiva, comían cortes de helado en los escalones de la plaza de la Virgen, se paraban en los escaparates de las pastelerías, se dejaban seducir por las barras de pinchos y cañas o se acercaban hasta el pretil del río para disfrutar de un partido mientras a sus espaldas estallaba uno de los irrefrenables petardos chinos. Incluso sonreían ante las estatuas humanas activadas a golpe de euro y toda suerte de buhoneros, peajeros y saltimbanquis dispuestos a su paso atraídos por las bombillas de las Fallas.

La Plaza Redonda se planteaba ayer como uno de los lugares más herméticos de la ciudad para aislarse de la inquietante realidad. Tras muchos siglos de sufrimiento, la humanidad ha ido conquistando el bienestar a milímetros, retrocediendo y avanzando, hasta alcanzar un estado de garantías sociales y políticas que, sin llegar a ser el paraíso, resulta demasiado goloso como para asumir que desde el jueves es mucho menos seguro. En el interior de ese mercado de pajaritos, cachorros, discos piratas y pisotones lo que pudiera ocurrir en su extrarradio resultaba tan inverosímil como en un útero. En el fondo de ese líquido amniótico movido por la calderilla Rafael Conde El Titi estaba cantando el pasodoble Libérate, como si ese himno disoluto fuese la última trinchera psíquica posible.

Afuera las urnas estaban llenando su vientre con un resultado imprevisible y estaban pasando cosas muy raras. Un sacrificio absurdo y canalla se había llevado por delante dos centenares de víctimas, abriendo una brecha de inseguridad aterradora. El Gobierno había estado jugando al gato y el ratón con la información como si ello le beneficiara. Además, el candidato del principal partido había comparecido en rueda de prensa durante la jornada de reflexión para denunciar una manifestación ante la sede de su partido. Y encima, empezaba a lloviznar de nuevo y las churrerías freían porras sin parar con un aceite que ya tenía el genoma muerto.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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