La Revolución Francesa ya tuvo lugar
Ahora resulta que soy un aristócrata. Me he enterado por Josep Ramoneda, a quien aprecio como persona y admiro como politólogo, en un artículo suyo publicado en este periódico el pasado 13 de enero. Justamente por eso, porque respeto sus opiniones, después de haberme pinchado para asegurarme de que mi sangre ideológica sigue siendo roja, respondo con lo que sigue.
Quien lleve ya algunos años activo en el terreno de la cultura y la creación artística ya sabe que la izquierda política ha tendido a considerar a los creadores como una pandilla de engreídos infantiloides proclives a mirarse el ombligo en lugar de dejarse abrazar por lo social, pero dado que su vanidad les hace disponibles para lo que sea con tal de figurar, se les puede utilizar como voceros de lujo cuando conviene. La derecha política, por su parte, tiende a considerar a los creadores como una sarta de cantamañanas disolutos, proclives a devaneos izquierdistas que cesan a partir del momento en que se dejan comprar. Yo pensaba que todo esto ya era historia, al menos en Cataluña, pero no, no lo es. Parece que se nos sigue perdonando la vida como siempre.
Somos bastantes los que desde hace tiempo estamos intentando separar la gestión de los recursos culturales, fundamentalmente aquellos que atañen a la creación artística, de la gestión política. Y cuidado, esto no quiere decir que las artes tengan que ser virginales y estar impermeabilizadas de lo ideológico, de lo político y de lo social. Todo lo contrario. Por lo que a mí respecta, y creo que se conoce bien el pie que calzo, cuanto más contaminadas estén por todo ello, mejor, pero esto es algo que el artista ejerce libre e individualmente como una extensión natural de su condición de ciudadano. Insisto en que de lo que estamos hablando es de una separación en el terreno de la gestión que, aunque no exenta de carácter político, pone el énfasis en lo profesional y técnico como un buen antídoto democrático a aquella tendencia tan humana de pensar que quien paga manda. Lo mismos criterios son aplicables a la investigación científica, ¿o es que los políticos son los que deben decidir lo que se investiga y lo que no? Deben, creo, poner los medios para que se investigue y punto, ya se encargarán los científicos de entrar en la harina que crean más oportuna. Para algo lo son. La Universidad se autogobierna y a nadie se le ocurre calificar a los académicos como unos listillos que quieren, parafraseando al presidente de Castilla-La Mancha, comer aparte para comer más. Bien, quizá querer comer aparte no sea más que querer comer tranquilo. En Europa la máquina que ha tirado tradicionalmente del tren de la cultura desde el final de la II Guerra Mundial ha sido el Estado. Había mucho que reconstruir después de la debacle moral y humana de aquella guerra, y eso sólo se podía conseguir mediante la voluntad de acción del poder político. En España, después de la muerte de Franco, pasó lo mismo. Pero los tiempos cambian. De la misma manera que en Cataluña una determinada manera de entender el país que fue necesaria en su momento para construirlo ha tenido que dejar paso a una fórmula política más adecuada a nuestra realidad actual, la vieja idea del tutelaje de la sociedad civil por parte de un benévolo poder político que lo sabe todo huele a naftalina e indica que, en realidad, ese poder político no cree demasiado en la madurez y en la responsabilidad democrática de los ciudadanos y ciudadanas de este país.
Es absurdo, por ejemplo, que la elección de un director de museo tenga que ser pactada entre políticos. Es absurdo que la permanencia de dicho director en el cargo esté a merced de vaivenes electorales y afinidades ideológicas con el poder de turno, en lugar de ser juzgado exclusivamente por su competencia profesional. En el Estado español hay un director, cuyo nombre me reservo, que se ha cargado dos museos de primera línea por gentileza del partido que le apadrina, mientras que el principal responsable de una de estas instituciones antes del desastre es ahora el director de la Tate Modern de Londres. No nos consolemos pensando que estas cosas pasan en la otra orilla del Ebro; los orígenes del MACBA también fueron de sainete. Es absurdo que un departamento municipal decida eliminar un día una bienal de arte joven en proceso de consolidación para inventarse después una trienal innecesaria que ningún sector afectado pedía. Como absurdo es que se esté sacando jugo político y económico del activo artístico de Cataluña en general y de Barcelona en particular mientras se mantienen a unos niveles de tristeza los recursos para seguir generando hoy lo que será nuestro activo artístico y patrimonial de mañana. Pero no se trata sólo de echarle dinero al asunto. Hacen falta ideas. Ninguno de estos hechos constatables, algunos importantes y otros de vuelo a ras de suelo, me parecen un argumento a favor de los políticos metidos a microgestores de la cultura y de las artes.
El PSC incluyó en su programa electoral la creación de un Consell de les Arts con capacidad ejecutiva. El papel de Josep Maria Carbonell en este asunto fue ejemplar, como interlocutor del sector, y no soy el único que lo echa en falta en el actual Gobierno. Cuando se pactó el tripartito las tres fuerzas políticas mantuvieron la creación del Consell en el programa de gobierno. Poca broma, estamos hablando de un compromiso político, mucho más que de una promesa electoral hecha corriendo con la lengua fuera. Privadamente, Pasqual Maragall abogaba por la eliminación del Departamento de Cultura. Al principio desde el sector artístico muchos pensamos que era una buena idea, yo el primero, pero pronto vimos que hay temas de cultura que no tienen nada que ver con las artes y que un departamento reestructurado seguiría siendo imprescindible. En esto tiene razón Ramoneda, cultura es todo lo que lleve la etiqueta de humano y ningún grupo social ni profesional puede atribuirse el monopolio de la creatividad. Creativo lo puede ser un empresario, un científico, un político, un académico o un artista, pero ni la forma en que lo son ni los medios que necesitan para serlo son intercambiables ni pueden ser gestionados sin conocimiento de causa. En lo único en que coinciden es en que todos ellos, cuando buscan la excelencia, crean riqueza, estímulo intelectual y calidad de convivencia social. Es por eso por lo que me parece incomprensible que se tachen de gremialistas las demandas de la Plataforma per un Consell de les Arts, como si estuviéramos pidiendo prebendas blindadas de todo control y vacías de contenido político. Si tenemos un Consell será mediante una ley negociada, pactada entre todos los implicados, y salida de un Parlament que representa la voluntad popular de las ciudadanas y ciudadanos de Cataluña. La estructura operativa del Consell y su composición serán también consensuadas, y su director o directora nombrados directamente por el presidente de la Generalitat. A partir de ahí, a trabajar y a rendir cuentas, como todo el mundo que maneje recursos públicos. ¿Dónde se esconde la conspiración de los divinos? Cae por su propio peso que el Consell de les Arts con el que se dote a Cataluña se construirá entre todos porque a todos nos conviene y nos concierne, no sólo a los profesionales del sector. En la reciente intervención de la consejera de Cultura, Caterina Mieras, ante el Parlament se propusieron un montón de buenas ideas que esperamos ver funcionando en un futuro próximo, una de ellas el Consell de les Arts. Para que exista hay que empezar a hablar pronto. No va a ser fácil. Los problemas técnicos con los que nos encontraremos son considerables, pero se han conseguido solucionar en otros países punteros y no acepto que nosotros seamos menos. Al revés de la defensa del corporativismo elitista que se nos achaca, los que apoyamos un Consell de les Arts estamos informados y conformados por aquella vieja máxima histórica de progreso social que propone que la tierra debería ser para quien la trabaja. O sea que de liberalismo anglosajón, nada, y de aristócratas ni el forro.
Francesc Torres es artista.
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