Dolor y solidaridad en los cuarteles de Daoíz y Velarde
Los vecinos y los transeúntes, sobresaltados al amanecer, fueron los primeros en socorrer a los heridos de un tren lleno de inmigrantes
La primera explosión fue un sonido sordo, extraño, escasamente alarmante, pero poco después, apenas un minuto más tarde, a eso de las 7.40, cuando aún no había terminado de salir el sol, sonaron dos tremendas explosiones consecutivas que hicieron temblar las paredes de los edificios de al lado, vibrar los cristales, que sacaron, literalmente, a todos los vecinos de la cama. Los que se asomaron a la ventana que daba a las vías sólo vieron una nube de humo negro; los que abrieron la ventana olieron a plástico quemado, también oyeron algún lamento, algún quejido animal. La nube de humo se disipó rápidamente. Ocultaba un tren rojo, un cercanías destrozado. Tres enormes boquetes, la boca del horror, rompían su línea. Seis vagones atestados de trabajadores, inmigrantes en su mayoría. Por allí salían como podían decenas de aturdidos pasajeros, entontecidos por el ruido, desorientados, ensordecidos. Después se hizo el silencio. Todos caminaban en estado de shock, en círculos por las vías. Perdidos.
Los vecinos llevan mantas, las lanzan desde las ventanas para ayudar a los heridos
Una trabajadora rumana intenta hablar por teléfono. La sangre empapa el móvil
El tren, el cercanías, había partido a las 7.00 de la estación de Alcalá de Henares. Su destino era Atocha, la gran estación que distribuye todas las mañanas a las miles de personas que se acercan desde los suburbios a trabajar a Madrid. No llegó. Le faltaron 800 metros. Las cuatro bombas, ingenuas mochilas cargadas, según Interior, con entre ocho y 10 kilos de titadyne, la marca de dinamita habitualmente utilizada por ETA, hicieron explosión cuando el tren avanzaba justo detrás de las tapias de los antiguos cuarteles de Daoíz y Velarde, convertidos desde hace unos meses en piscina cubierta y polideportivo.
Desde el otro lado de la tapia, por el lado que da a la vía, se ven algunas cabezas. Los supervivientes, heridos leves, pasean sin saber qué hacer, intentan llamar por el móvil, todos a la vez con lo que se saturan las líneas y aumenta el desconcierto, la desazón. Algunos son incapaces de marcar. Joaquín, que ha tomado el tren en Entrevías, una parada antes de Atocha, está tranquilo, aunque no sabe dónde. "¿Dónde hay una parada de metro cerca?", pregunta. Y luego lo cuenta. "Yo venía en el vagón central. Oí dos explosiones y el tren se paró. Fue como si hubiéramos chocado contra algo. La gente empezó a gritar. Me bajé y me eché a andar para salir de ahí enseguida". A su lado, una trabajadora rumana intenta hablar por teléfono, explicarse con su patrona. Apenas se le puede entender. La sangre le cae por la cara. Empapa el móvil. Y ella sólo gime. "Que alguien me ayude, que estoy aquí", solloza por el teléfono. "Que venga alguien que no me puedo mover".
Los bomberos y los sanitarios tienen que poner una pequeña escalera para saltar la tapia de hormigón que separa las vías del patio trasero de los cuarteles. Sentados en el suelo, apoyados en la pared, decenas de heridos se cubren la cara, miran al vacío, sacan pañuelos para limpiarse, intentan ayudarse unos a otros. El tren, los vagones y sus boquetes, los techos levantados, sus tripas de aislante amarillo rozando las catenarias, está parado delante de ellos. Los bomberos entran e intentan trabajar. Aún queda algún herido entre los amasijos de hierro. Pocos y silenciosos. De vez en cuando un grito desesperado rompe el silencio. Porque nadie habla apenas. Sólo se oyen sirenas y órdenes. Nadie intenta tapar el verdadero horror. Allí, indiferentes, inmóviles, entre los boquetes de los vagones, asoman los cadáveres. Uno, invertido, está desnudo. De otros cuelgan harapos. Nadie sabe cuántos puede haber. Diez, quince, dicen algunos de los viajeros que han salvado su vida de milagro. Nadie entra aún a buscarlos. No son aún las 8.30.
Poco a poco se organiza la atención a los heridos. Una máquina de obras públicas ha allanado la zona, que estaba en obras e inundada. Poco a poco, en mantas, en brazos, en las pocas camillas de que se disponía al principio, los heridos llegan a la piscina cubierta. Allí se monta una improvisada enfermería. Un trabajador del Samur -en el casco sólo pone E. Benito- organiza a los heridos leves para que ayuden a trasladar a los más graves. Después de un rato, cuando ya no quedan apenas junto al tren, los convoca. "Ahora", les dice, "vendrá un autobús para llevarse a los heridos leves a un hospital. Colaborad todos tan bien como hasta ahora".
Nadie se queja. Nadie pone pegas. Los vecinos llevan mantas, las lanzan desde los balcones, para ayudar a los heridos, para cubrirlos, para poder transportarlos.
A primera hora de la tarde, sacan al último cadáver de los vagones. Hacía el número 59.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.