Cegados por la luz de los invernaderos
El Ejido trata de reanudar la convivencia con la población inmigrante tras el brote de violencia racial del año 2000
La sensación es de vértigo. A un lado y otro de la autovía del Mediterráneo, que bordea la costa de Almería, el paisaje cobra apariencias fantásticas. Aguadulce, Roquetas de Mar, El Ejido... Miles y miles de hectáreas cubiertas de plásticos que la luz del sol transforma, según las horas, en inmensas lagunas, o campos de escarcha. Son los invernaderos que han dado a Almería, y en especial a esta comarca del Poniente, una de las rentas per cápita más altas de España, y han contribuido poderosamente al milagro del superávit en la balanza comercial de Andalucía. A cualquier hora del día, la autovía palpita con un ritmo frenético de furgonetas, coches, autocares, camiones frigoríficos cargados de frutas y hortalizas rumbo a Madrid, Barcelona, Europa. El epicentro de este emporio es El Ejido, una localidad costera de 57.000 habitantes donde convive gente procedente de más de 80 países. La mayoría, marroquíes, muchos de ellos en situación legal -hay 10.869 afiliados a la Seguridad Social-, aunque la cifra de inmigrantes sin papeles es, según todos los expertos, incalculable.
"Tengo miedo a que se repitan los incidentes. Esto es una bomba de relojería", dice una vecina
"La herida de lo que ocurrió hace cuatro años no se ha cerrado aún", admite Almería Acoge
"Si ellos nos necesitan y nosotros a ellos, mejor es que haya paz", dice un tabernero marroquí
"Estamos en una zona de asentamiento de irregulares", dice Diego Caparrós, de Almería Acoge, parte de una organización asistencial fundada por los Padres Blancos hace años. Diego y sus compañeras atienden en una pequeña oficina de Roquetas de Mar a inmigrantes de Ghana, Guinea Conakry o Malí. Zonas donde estaban implantados los misioneros blancos. La misión, ahora, está en Almería. En la sala de espera se sientan varios jóvenes de piel oscurísima. "Llegan sin papeles, sin trabajo, sin sitio donde alojarse. Aunque con los años van progresando. Pero son demasiados, y encima, alguien se dedica a enviarnos aquí a los que entran ilegalmente en Canarias
, dice Diego, apuntando el dedo acusador hacia el Gobierno.
Pero es un hecho que los centros de acogida de inmigrantes están a tope en Canarias, mientras en Almería esta marea humana queda absorbida discretamente bajo el plástico de los invernaderos. "Sin el trabajo de los inmigrantes, los almerienses no podrían cultivar tantas hectáreas", dice un portavoz del Sindicato Obrero del Campo (SOC). Pero todo tiene un límite. Sobre todo porque la convivencia ha sufrido un duro golpe. En Roquetas y en Vícar se percibe una atmósfera tensa. En el bar donde los periodistas conversan con dos inmigrantes senegaleses, parroquianos y camareros miran con suspicacia al grupo.
"La herida de lo que ocurrió hace cuatro años no se ha cerrado aún", reconoce Diego Caparrós. "La gente sigue molesta con la prensa, y nosotros recibimos de vez en cuando llamadas anónimas amenazadoras". Lo que ocurrió hace cuatro años cercenó de un golpe la reputación de El Ejido. "Es muy fácil juzgar y condenar", dice una joven almeriense que reside fuera, "pero hay que tener el problema cerca para comprender lo que se siente, y el problema es serio. La delincuencia ha aumentado y la gente tiene miedo".
En el plazo de apenas 15 días, en febrero de 2000, dos jóvenes marroquíes con trastornos mentales mataron a tres personas en esta pequeña localidad. Algo nunca visto. La rabia y el odio se apoderaron del pueblo, cegaron la razón de la gente que se lanzó a la calle a tomarse la justicia por su mano. Fue una explosión de furia que las autoridades no pudieron o no supieron controlar. El alcalde del pueblo, Juan Enciso, del PP, llegó a enfrentarse a su partido por este caso.
"El miedo que tengo yo es que la cosa se repita, porque esto es una bomba de relojería que no tiene programado el momento de la explosión", dice Primitiva, una vecina de Roquetas que dirige una oficina municipal dedicada a aligerar los problemas de papeleo a los que se enfrentan los inmigrantes. Primi tiene 41 años, y ha vivido de cerca la evolución del boom agrícola de la zona. "Este pueblo ha cambiado mucho y muy deprisa. Los agricultores que hace 15 años tenían una tierrecita, en la que trabajaban la mujer y los hijos, hoy viven en chalés de 60 millones. Pero la cultura en casa sigue siendo poca".
Todo ha sido vertiginoso, sí. En Roquetas de Mar, con apenas 52.000 habitantes, los inmigrantes (en torno a 10.000 censados) han ido ocupando los pisos, y han abierto negocios propios en el centro. "Y hay gente que se queja, 'hay que ver, que Roquetas ya no parece Roquetas'. Pero, digo yo, si son ellos los que les contratan en los invernaderos, los que les alquilan o les venden las casas y los negocios. Qué quieren que hagan. ¿Que no salgan de casa a partir de las ocho?". El problema es grave y la culpa es de todos, piensa Primitiva. "De los países de donde vienen, porque no puede vivir allí, y de Europa y de España, que consiente que entren". Por no hablar de los desajustes legales. "Todo es una pura contradicción", dice. "Los inmigrantes sin papeles tienen derecho a asistencia sanitaria gratis, y a escuelas, y a clases de español, pero luego, si los metes en tu casa, o si les llevas en coche, te pueden detener por tráfico de personas".
Al borde del mar, en El Ejido, surge Almerimar, una de las urbanizaciones donde reside la nueva clase pudiente. En el pueblo, tierra adentro, abundan también las construcciones nuevas. Pero aquí, la geometría plana, impregnada de austeridad agrícola, lo domina todo, con pocas concesiones a la estética. Y eso que el dinero rebosa por todas partes. En el bulevar principal se agolpan los bancos y las tiendas de ropa y, al caer la tarde, decenas de chicas rusas toman las aceras en busca de fortuna. La mayoría llega con papeles en regla, reclamadas por empresarios de clubes y bares locales. No es casual que en 2002 fueran las oficinas consulares españolas en Rusia las que expidieran el mayor número de visados, el 30% del total, muy por delante de los que se extendieron en Marruecos, de donde procede el grueso de los inmigrantes que hay en Almería.
Pero la tendencia está cambiando. "Desde hace unos cinco años, se ha producido una invasión de rumanos. Son gente normalmente mejor preparada que los subsaharianos y más apreciada aquí que los magrebíes, así que están copando el trabajo regular y el irregular", dice Diego, de Almería Acoge. La mayoría acaba trabajando en los invernaderos. Pese a que muchos hablan ya de salinización de los acuíferos, en Almería hay en estos momentos 25.000 hectáreas de cultivos hidropónicos, con una producción en torno a 1,5 millones de toneladas de frutas y verduras. Aquí se recogen hasta tres cosechas de tomates, judías verdes, o calabacines y frutas tempranas, al calor de los plásticos, sobre un sustrato que ya no es propiamente tierra, sino lana de roca, perlita o fibra de coco. El agua, los abonos y los pesticidas se inyectan por goteo.
Bajo estas carpas que acumulan calor y humedad hasta límites insoportables, en los almacenes de frutas y hortalizas o en la construcción, trabajan miles de extranjeros. Pero el flujo de llegadas constantes no sólo inquieta a los vecinos, sino que empieza a amenazar la precaria situación de muchos inmigrantes más o menos instalados como Aboubakry Kane, un senegalés de 35 años, que está a punto de cumplir tres años de estancia sin papeles.
Aboubakry se queja, como todos, de la "explotación" en los invernaderos, donde trabajó hasta hace tres semanas. "Treinta euros al día [el salario mínimo interprofesional en España es de 460,5 euros al mes] por ocho horas de trabajo, sábados incluidos, es muy poco", dice en francés. Sobre todo para él, que estudió en su país técnico electrónico y "tenía un trabajo muy bien pagado". ¿Por qué lo dejó, entonces? Quería visitar los países donde está más desarrollada la tecnología. "Tengo el proyecto de montar un negocio propio en mi país, y viajar a España o a Francia a comprar el material que necesite". Por eso aguanta aquí, compartiendo un cortijo en Vícar con otros siete compatriotas, para cumplir los tres años de estancia que, con la ayuda de un vínculo especial con algún español, le permitirá obtener un permiso de residencia temporal. ¿Merece realmente la pena? "Es que es mi derecho, tengo todo el derecho a viajar", dice Aboubakry, indignado con el Gobierno español por "permitir" la avalancha de inmigrantes sin papeles. "Entre febrero y octubre de 2003 han llegado 10.000 inmigrantes ilegales a Canarias, pero después les han trasladado a la Península y les han dicho: 'Circulen'. Y encima ahora van a coger a los temporeros en los países de origen. ¿Qué va a pasar con los que ya estamos aquí?".
¿Y qué pasará si la competencia de terceros países y los problemas de sobreexplotación acaban con este particular El Dorado? "Éste es un sector maduro, es cierto, donde el crecimiento no es el que era. Pero la situación está estabilizada. Los márgenes de ganancia en los invernaderos están entre el 10% y el 12%", dice Rafael Losilla, director de la revista agrícola F&H, que acaba de editar un libro sobre la inmigración en Almería -Las manos del
campo-, como "ejemplo de integración social".
Por si acaso, muchos agricultores han seguido el ejemplo de los murcianos y han comenzado a invertir en Marruecos. Con la esperanza de que el desarrollo de los países de Europa del Este abra nuevos mercados. Y en cuanto a la tensión social, Losilla asegura que en El Ejido "la situación está mucho más relajada. Al final uno se acostumbra a esta convivencia laboral. Los hijos de los inmigrantes van a la escuela, y reciben la misma educación que los demás niños".
También Mohamed Buterfés, de 37 años, marroquí de Nador, que llegó a El Ejido hace 12 años, confía en las siguientes generaciones. Su bar, sin ventanas, es lugar de cita de la colonia marroquí. Aquí se bebe té a la menta, y se sigue la actualidad a través de la cadena de televisión Al Yazira. Buterfés es uno de los pocos marroquíes que habla un español perfecto. Tiene tres hijos -de "seis años, cuatro y medio y seis meses"-, nacidos en el hospital de Poniente, y siete hermanos repartidos por el mundo, varios en España. "La situación de los inmigrantes en España ha mejorado. Pero en Almería no se puede conseguir mucho. Un sueldo de 30 euros diarios es poco para mantener a la familia y pagar un alquiler de 300 euros", dice. Aunque él es un triunfador. Después de cinco años de trabajo duro en los invernaderos, "traje a mi mujer, y a mis hermanos", cuenta. Con su ayuda, pudo dejar los plásticos y montar su propio negocio.
Buterfés entró en España aprovechando la regularización de 1991. Aquí se instaló y aquí progresó. Por eso lamenta que desde "lo que ocurrió" hace cuatro años las relaciones sigan tensas. "La culpa es de las instituciones, que no hacen su trabajo", dice. "Un español que venía al bar tuvo que irse a vivir a otro pueblo, a Berja, porque los vecinos le criticaban. Lo que yo digo es que, si ellos nos necesitan y nosotros les necesitamos a ellos, mejor es que haya paz. Pero tendrá que pasar más tiempo. Yo creo que mis hijos sí lo verán".
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