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Columna
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Música de campaña

Otra vez esa música, la misma, la que desde hace 25 años no para de sonar cada campaña. Esa parte -cada vez menos ostentosa, afortunadamente- de nuestra democracia es algo que no cambia; ese sonido que nos asedia, nos incordia durante la semana y, en el peor de los casos, es capaz de reventar, como un cartucho en manos de un idiota, un mediodía plácido de sábado o una mañana tersa de domingo. Quizás llamarle música al sonido que sale de los altavoces de esos coches forrados de pancartas, con un copiloto patriótico que a menudo confunde muy peligrosamente su partido y su patria y asoma una bandera por la ventanilla, sea ser demasiado generoso.

Se ha escrito mucho acerca de las maldades de la música militar, pero muy poco o nada sobre las musiquillas que amenizan las campañas políticas, todas ellas nacidas y estancadas o fosilizadas en los años 70. Esas bandas sonoras horrísonas (entre película clasificada S, canción protesta y salmo posconciliar) que animan a la peña en los estadios y las ferias de muestras, que caldean a la parroquia en los frontones y las plazas de toros se han perpetuado milagrosamente, igual que Manuel Fraga en el parque jurásico gallego.

Es allí, por cierto, donde esta semana la ha armado Ronaldinho, el crack del Barcelona. El futbolista se cargó un cristal de la fachada de la catedral de Santiago de Compostela mientras rodaba un anuncio para promocionar el año Jacobeo 2004. Entre otras cosas, Ronaldo de Asís subió los peldaños de la escalinata de la catedral dándole cabezazos a una pelota. ¿Qué pueden preludiar las músicas que oímos estos días? Seguramente preludian políticos capaces de gastar el dinero de los contribuyentes en anuncios absurdos como el de un futbolista brasileño fusilando con la pierna derecha a los apóstoles del maestro Mateo.

Si alguien les propusiera a los barandas que dieron la luz verde a esta carísima imbecilidad (supongo que el caché de Ronaldinho no será desdeñable) publicar, por ejemplo, una edición moderna y popular, al alcance de todos los públicos, del Códice Calixtino, seguro que torcían el semblante y, con suerte, se despedían del autor de la proposición aconsejándole que fuese realista y pusiese los pies en la tierra. Todo lo que no sea Ronaldinho o la metáfora de Ronaldinho es música celestial para la mayoría de nuestros gestores. La música que sale de los coches que estos días fatigan las ciudades no da lugar a engaño. Ellos creen que es la música que nos merecemos y quizás ellos son, en el fondo, lo que nos merecemos. Ellos son lo que hay. ¿Dónde está el Mozart de la política? ¿Dónde, al menos, su Carmelo Bernaola o su Luis de Pablo? Ana Belén apoya a Zapatero y Manolo Escobar a Rajoy. En fin, habría que repensar la democracia. Y cambiarle la música.

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