Siente un famoso a su mesa
Uno. Hará un par de años escribía: "La Cubana es lo más parecido que tenemos, en teatro, al cine de Berlanga: el gusto por los secundarios memorables, el afinadísimo oído para los ritmos y las réplicas fulgurantes del lenguaje popular, los acrobáticos planos secuencia. Pero, lástima, sin la ferocidad del superácrata valenciano". Esta última frase tiene su explicación. No hablaba de Cómeme el coco, negro ni de Cegada de amor, sus dos piezas mayores, sino de su penúltima entrega, Una nit d'òpera, que era un espectáculo amable -todo lo amable que pueda ser La Cubana- porque Jordi Milán y su banda sentían verdadero cariño hacia ese mundo, y la sátira no brotó con aristas envenenadas. No es el caso, felizmente, de Mamá, quiero ser famoso, su nuevo espectáculo. Cada tema marca su tono: en esta ocasión el telebasurismo galopante les genera, como a cualquier persona sensata, unas notabilísimas dosis de acidez. Los cubanos, sin duda la compañía más indicada para una puesta al día de aquel 'Siente un pobre a su mesa' de Plácido, conectan también aquí con el Boadella de Olympic Man Movement y, para acabar de dibujar el taburete con una pata inesperada, con aquella apoteosis del grotesco nacional que fue Historias de la televisión, de Sáenz de Heredia, en la que Tony Leblanc y Concha Velasco vendían su alma a todos los diablos por lograr cinco minutos de esplendor catódico. Mamá, quiero ser famoso comenzó en Alicante una gira por toda España que durará un año antes de recalar en Barcelona y Madrid. Yo vi la función en el Festival de Málaga, con el Cervantes reconvertido en plató televisivo, y a juzgar por el entusiasmo del público la cosa tiene cuerda para rato. La idea central del montaje no puede ser más berlanguiana. El presentador Jimmy Taylor y la entrevistadora Melanie Foster, cabezas visibles de Mummy, I Wanna Be Famous, el programa más veterano de la cadena inglesa CBN-TV, han agotado su reserva de candidatos a famosos tras treinta años en antena. Unas vacaciones en España les descubren que nuestro país es un auténtico parque natural. Y como aquí, al parecer, todos quieren ser famosos, deciden dar cancha a los talentos locales y retransmitir el programa desde diversas plazas de la Península. Comienza así un ejercicio de sadismo en dos direcciones: nosotros, espectadores, en calidad de "aspirantes a famosos", vamos a ser tratados como borregos por los regidores y animadores del show (tranquilos: no llega la sangre al río)... al tiempo que disfrutamos perversamente de la galería de monstruos que, sin el menor sentido del ridículo, desfilan sobre el escenario.
Dos. Como es habitual en La Cubana, diez actores y actrices -Jaume Baucis, Xavi Tena, Meritxell Huertas, Ota Vallès, Toni Torres, Meritxell Duró, Maria Garrido, David Pintó, Annabel Totusaus y Santi Güell: bravo a todos ellos- se multiplican a razón de otros tantos personajes por cabeza, con lo que la nómina final asciende a casi un centenar de composiciones. La jarana tarda un poco en arrancar, y hay episodios un tanto previsibles y/o desaprovechados, como el de la familia zombificada por la caja tonta, pero a medida que avanza la retransmisión el crescendo de sordidez y mala leche alcanza cotas insólitas. El punto de inflexión es el desaforado y negrísimo sketch de Amparito Campoamor, una niña prodigio obligada por sus padres a realizar su número en plena operación de apendicitis: el Germi de Monstruos de hoy lo hubiera firmado muy gustoso.
A lo largo de las casi dos horas de función el plató se convierte en una marabunta de animadores sin gracia, gauchos superdotados, técnicos sordos, tertulianos vociferantes, bailarines que harían palidecer a Don Lurio y maquilladoras autistas, con un podio de honor ocupado por tres personajes morrocotudos, a saber: a) Antonia, la Churrera de España, que saltó a la fama despendolándose en pleno entierro de Franco y revisita la ascensión en compañía de sus temibles amigas Balbina la Tombolera y Herminia, "la de los autos de choque". b) Sebastián L'Amour, un viejo canalla reconvertido en ventrílocuo paralítico que masculla improperios a través de un deslenguado mono de peluche, algo así como Ramón Barea interpretando al abuelo de Coto Matamoros, y, c) Loli Palacios, una Shirley MacLaine de barriada que ha decidido "dejar de ser puta parcial para ser puta total" y se postula para convertirse en reina de las tertulias con un espacio llamado, como no podía ser menos, La puta verdad. Y hay un colofón redondo, siniestra ilustración de la Ley de Murphy, con la pobre María Jesús abocada a la humillación definitiva cuando ya no sirve de nada, mientras la gran pantalla frontal vomita las imágenes del nuevo programa que sustituirá al suyo en los rankings de audiencia; subrayado, lástima, por una moralizante canción de despedida que se convierte en una coda innecesaria: no hacía falta añadir una palabra más a todo lo visto y oído.
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