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Un almuerzo con Kerry

Ariel Dorfman

Ahora que es evidente que John Kerry será quien se enfrente a George W. Bush en la contienda electoral de noviembre de este año, tengo una sola palabra que aportar, una sola palabra sorprendente que expresa cuál ha de ser el obstáculo quizás principal que debe franquear Kerry si desea convertirse en el próximo presidente de los Estados Unidos. No es la palabra "terror", aunque Bush va a tratar de seguir sembrando el miedo entre los votantes, con la esperanza de convencerlos de que su rival, pese a su heroico servicio militar, es incapaz de proteger al país contra quienes quieren destruirlo. Tampoco se trata de la palabra "liberal", que Bush ya está lanzando una y otra vez contra Kerry como un anatema, intentando definirlo como alguien que va a subir los impuestos para gastar los fondos públicos en proyectos que favorecen a los miembros más desamparados de la sociedad. Ni siquiera es la palabra "norteño", que nos recuerda que, desde que otro senador por Massachusetts, con las idénticas siglas JFK, fue elegido primer mandatario en 1961, los únicos demócratas en ganar la presidencia (Johnson, Carter y Clinton) han nacido todos en el sur de los Estados Unidos, hablando también todos con un acento semejante al que usó, con tanto lánguido encanto, Vivian Leigh (aunque ella era británica) en Lo que el viento se llevó.

Sin menospreciar esas palabras, terror y liberal y norteño, que han de emerger con fuerza en los meses venideros, sigo pensando en otra que puede ser aún más decisiva.

Es la palabra "inteligente".

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Fue ése, en efecto, el vocablo crucial que se me vino a la mente cuando tuve la oportunidad de conocer a John Kerry hace seis años en Davos, durante un almuerzo fugaz en el Foro Económico Mundial. Lo que me impresionó de él era precisamente la sutileza con que articulaba sus análisis, su rechazo a toda respuesta fácil, la complejidad con que respondía a un mundo también complejo, la manera en que hilvanaba referencias a libros que había leído, novelas y ensayos filosóficos, para llevar a cabo sugestivos y sugerentes conexiones culturales. En una palabra: inteligente. Muy inteligente. Incluso: ¿demasiado inteligente?

Después de despedirme de él -es un hombre de un gran calor humano, si bien tal vivacidad rara vez se trasunta en la pantalla de televisión- quise plantearle mi duda a una asesora suya de cuyo nombre, desafortunadamente, no me acuerdo. Era 1998, y aunque Clinton todavía estaba en su apogeo, ya se sabía que Kerry era uno de los que aspiraban a sucederlo en la presidencia. De manera que aproveché para lanzar una pregunta impertinente: Is Kerry too intelligent to be the president of the United States? (¿Será John Kerry demasiado inteligente para ganar la presidencia?). La asesora del senador aceptó que, en efecto, eso podía ser un problema.

-Esperemos -dijo- que el pueblo norteamericano sepa reconocer que justamente una inteligencia como la de John Kerry es lo que hace falta en la Casa Blanca.

El hecho de que mi interlocutora no se sintió en absoluto insultada por mi suspicacia -mal que mal, estaba yo insinuando que su pueblo prefería a un gobernante imbécil a uno perspicaz- es un indicio de cuán natural ha terminado siendo el tradicional antiintelectualismo de la gran mayoría de los norteamericanos, el recelo que le tienen a las figuras públicas que demuestran un interés exagerado por los libros y las ideas.

Yo había tenido a los diez años de edad mi primera experiencia de esa desconfianza norteamericana hacia quienes pertenecen a una élite culta. Vivía en esa época en Nueva York y mis padres me habían matriculado en la Dalton School, bastión del progresismo norteamericano, donde no cabía duda de que el candidato demócrata, el senador Adlai Stevenson, uno de los hombres más lúcidos y refinados de los Estados Unidos, iba a derrotar a Eisenhower, un general que se vanagloriaba de que prefería el golf a la lectura. En un simulacro de votación que llevó a cabo mi curso, Stevenson le ganó a "Ike", 27 contra 1, una cifra que aumentó mi desconcierto cuando a los pocos días el pueblo estadounidense, en la elección verdadera de 1952, escogió abrumadoramente a Eisenhower, repudiando a su contrincante por ser excesivamente cerebral y alejado de las preocupaciones cotidianas del norteamericano medio. Cuando le pregunté a mi padre cómo era posible tal opción por la ignorancia y el oscurantismo, él me explicó que se trataba de algo transitorio, fruto maléfico y aberrante del macartismo que había logrado pintar a los intelectuales como traidores a la patria.

Pero no era transitorio lo que había sucedido en aquella elección de 1952. Once años más tarde, Richard Hofstadter publicó Anti-Intellectualism in American Life, en que exploraba las profundas raíces de esa aprensión norteamericana contra quienes "tomaban más palabras de las necesarias para explicar algo muy simple", como desdeñosamente los definió el mismo Eisenhower. Hofstadter, que ganó el Premio Pulitzer por su brillante ensayo, notaba que tales tendencias antiintelectuales tenían su origen en características de su pueblo que antecedían incluso la Independencia: el recelo hacia la modernización secular, la preferencia por las soluciones prácticas y comerciales a los problemas y, sobre todo, la influencia avasalladora del evangelismo protestante en la vida cotidiana norteamericana. Quien lea hoy ese libro magistral podrá advertir cómo anticipa y hasta predice la elección de Ronald Reagan y George W. Bush, el surgimiento de los neo-conservadores y el ascendiente del fundamentalismo cristiano en el Washington contemporáneo. Lo único que no pudo adivinar Hofstadter era hasta qué punto esa disposición norteamericana iba a ser exacerbada en las décadas siguientes por el predominio de la televisión y su incapacidad de abrigar debates arduos, prolongados, auténticos. Y se espantaría aún más si viera de qué manera el dinero ha terminado ahogando el proceso democrático. En los Estados Unidos de hoy no hablan los ciudadanos, sino los dólares. Detrás de la expresión Money talks (el que habla es Don Dinero) se esconde el menosprecio del talk que proviene del intelecto sofisticado, el rechazo de la necesidad de convencer a alguien con un argumento y no con un alud de avisos publicitarios (como los que está a punto de desatar George W. Bush consus casi infinitos fondos para la campaña).

Es posible que nada de esto importe en la próxima elección para presidente de los Estados Unidos. Es posible que sea más determinante el hecho de que Bush ha llevado a su país a una invasión catastrófica de Irak, ha endeudado a generaciones futuras para beneficiar a sus seguidores más opulentos, ha presidido sobre una economía en que millones están sin trabajo y muchos más temen perderlo. Es posible que su asalto a la ciencia y a la ecología y a las libertades cívicas provocarán una reacción de parte de un pueblo que ya se ha cansado de la manipulación perpetua, que no quiere que el dinero hable en su nombre.

Hace mucho tiempo atrás vivía en Boston, a pocas cuadras de la casa donde John Kerry hoy tiene su residencia, un hombre llamado Ralph Waldo Emerson. Era el intelectual norteamericano más sobresaliente del siglo XIX y en cierta ocasión se lamentó de que a su país se lo conocía sobre todo por su superficialidad, y prevenía que "los grandes hombres y las grandes naciones no han sido bufones ni fanfarrones, sino siempre capaces de percibir el terror de la vida y armarse adecuadamente para mirar de cara y de frente ese terror".

Esperemos que sus conciudadanos puedan todavía escuchar lo que ese pensador escribió con tanta elocuencia hace más de ciento cincuenta años; esperemos que no tengan miedo hoy de elegir como presidente a un hombre que sabe que la mejor manera de derrotar el terror es precisamente con una inteligencia de la que nunca deberíamos avergonzarnos.

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