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En busca de un gobierno amigo

Supongo que no lo recuerdan, porque el caso se remonta al Pleistoceno; pero, en aquellos oscuros y remotos tiempos en que la Generalitat era gobernada por Convergència i Unió, la entonces oposición catalana tenía entre sus armas predilectas contra Jordi Pujol y contra CiU el acusarles de envolverse en la bandera cuatribarrada, el reprocharles una identificación abusiva y excluyente con Cataluña. Pues fíjense lo que son las cosas y hasta dónde alcanzan los efectos salvíficos del pacto del Tinell, que en la presente campaña electoral quien se apropia con más contundencia de Cataluña, quien patrimonializa de forma más explícita los intereses colectivos del país es el PSC: si guanya Zapatero, guanya Catalunya. Una vez más se comprueba cómo los dictados tácticos y los roles institucionales modulan el discurso de los partidos; en este caso, no puedo sino congratularme del resultado.

Podría decirse, por tanto, que con Pasqual Maragall en la presidencia de la Generalitat gracias al apoyo de Esquerra Republicana, y en medio del vendaval descalificador instigado desde el Partido Popular, las circunstancias han inducido al Partit dels Socialistes a realizar la campaña más catalanista de toda su historia en unas elecciones generales; la más catalanista en el sentido de que persigue ante todo un objetivo catalán: defender y proteger el Gobierno tripartito. Que, también por primera vez, dicha campaña esté encabezada por un catalán de Iznájar (Córdoba) puede ser interpretado como una paradoja o como un presagio, pero el propio José Montilla ha puesto de relieve cuál es la verdadera prioridad de su candidatura: derrotar al PP, claro; trasladar a España el cambio político logrado en Cataluña, desde luego; todo esto, sin embargo, porque "en Cataluña nos conviene poder contar con un gobierno amigo en España. Necesitamos la complicidad de un gobierno colaborador. Cataluña necesita un gobierno cómplice en Madrid" (revista Endavant, número 67, págs. 3 y 4).

La expresión "gobierno amigo" -ya me disculparán el escrúpulo- resulta poco feliz porque fue la utilizada por personajes como Eduardo Zaplana en Valencia y Manuel Fraga en Galicia para pedir, en 1996 y en 2000, el voto para José María Aznar con el cebo de un trato inversor preferente hacia sus respectivas autonomías. En nuestro caso no es cuestión -o no debería serlo- de obtener gracias y favores por amistad, sino de alcanzar para Cataluña una fórmula de financiación justa y estable en el marco de un nuevo status político. Pero, matices semánticos al margen, el mensaje del primer secretario del PSC es diáfano: el mejor modo de fortalecer y allanar el camino al Gobierno de la Generalitat "catalanista y de progreso" sería situar a José Luis Rodríguez Zapatero en el palacio de La Moncloa.

Para contribuir a dicho objetivo con el mayor número posible de votos y de escaños, el Partit dels Socialistes confía en explotar la mejor veta del vasto filón anti-PP que dos legislaturas de aznarismo -y en particular la última- han creado en Cataluña. El yacimiento era rico, y la espiral de barbaridades que el Gobierno de Aznar y sus mariachis prodigan desde el 26 de enero lo ha alimentado todavía más, pero su rentabilización a cargo del PSC presenta algunos problemas. Uno de ellos es el riesgo de que, cuanto más acentúen los socialistas de aquí el enfrentamiento con el PP en los asuntos que éste ha sabido convertir en sagrados -unidad de España, intangibilidad de la

Constitución, política antiterrorista...-, más perjudiquen las expectativas de los socialistas de allá, de modo que cada voto ganado por el PSC sea un voto perdido por el PSOE: suma cero.

Luego está la imagen de loser -de perdedor simpático, entrañable, pero perdedor- que acompaña al líder del PSOE; "Zapatero sería un buen presidente. Lástima que no pueda ganar", decían el lunes dos de los empresarios asistentes a un almuerzo con él en Barcelona, según la reseña de EL PAÍS. Si esta impresión sigue cundiendo, la tentación de un voto testimonial, de un voto-corte de mangas frente a la desbocada caverna mesetaria puede arrastrar a muchos electores de izquierdas, cosa que beneficiaría a Iniciativa Verds y, sobre todo, a Esquerra Republicana. ¿No constituye la a todas luces desmedida fijación del PP contra Carod Rovira un modo de espolear tal tendencia? En fin, sería injusto olvidar a los inefables Bono y Rodríguez Ibarra; es verdad que, con precaución digna de todo elogio, el PSC ha conseguido evitar la presencia física de los citados barones en Cataluña durante la actual campaña, pero ello no les impide las incursiones a distancia, como la de Pepe Bono el otro día tachando al nacionalismo -el periférico, por supuesto- como "una antigualla", algo que está "más cerca de Hitler que de la democracia". Sí, tales lindezas ya forman parte del paisaje, no obstante lo cual, en el presente clima de polarización e hipersensibilidad identitarias, pueden resultar más explosivas que hace cuatro, ocho u once años.

En definitiva, las posibilidades de que el domingo 14 salga de las urnas un "gobierno amigo" del de Maragall, Bargalló y Saura parecen pequeñas, pero ello no debe inquietarnos en exceso porque los partidos y los políticos serios siempre tienen un plan B. ¿Por dónde pasa el de Montilla y el PSC? Probablemente, por confiar en que la derrota de Rodríguez Zapatero no sea un descalabro ni tenga consecuencias traumáticas en la calle de Ferraz: dirigir la Generalitat teniendo al Gobierno central en contra, pase; pero hacerlo además con un Bono en la secretaría general del PSOE, eso ya sería insufrible. Y si tiene que ganar el PP, que no necesite la muleta de CiU: después de todo, para una fórmula de gobierno nueva, compleja y frágil como nuestro tripartito, ¿qué mejor cemento y qué mejor coartada que tres años y medio de pulso con un Rajoy enrocado?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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