Año de nieves...
Acostumbrados, como estamos, a una existencia bastante anodina a la vez que rutinaria, en la que las actividades laborales y las preocupaciones profesionales ocupan una parte cada vez mayor de nuestra vida, montados sobre un caballo que corre a todo galope, y en la que lo urgente nunca deja tiempo a lo importante, de pronto, un fenómeno metereológico como la nieve caída durante los últimos días es capaz de alterar nuestras agendas y modificar nuestras prioridades, sin que por ello el mundo se hunda a nuestros pies. Convencidos como estamos de que nos gustaría llevar otro tipo de vida pero que una fuerza superior nos lo impide -"¡qué desastre, llevamos meses sin vernos, pero es que ando loco con tanto trabajo y no logro sacar tiempo para nada!"-, una simple nevada, por intensa que haya sido, viene a demostrarnos que el país no se viene abajo porque no podamos ir un día a trabajar y tengamos que quedarnos en casa a jugar con nuestros hijos, que tampoco han podido ir al cole. Ni tan siquiera porque los políticos hayan tenido que suspender parte de sus reuniones electorales. La nieve, en su lenta caída, nos recuerda de pronto que nuestras aceleradas vidas transcurren en la tierra y que, en ésta, la naturaleza también tiene algo que decir de vez en cuando, aunque sea para poner patas arriba nuestros planes.
El temporal de nieve que hemos sufrido durante los últimos días ha traído, en efecto, diversas consecuencias sobre nuestra vida cotidiana. Lógicamente, cada cual ha vivido la película de distinta manera, pero todos hemos tenido la sensación común de que la nieve alteraba nuestras vidas más que todos los políticos en campaña juntos, e incluso más que el resultado obtenido por nuestro equipo favorito durante la última jornada de liga. Acostumbrados, como estamos, a hacer en coche la mayor parte de nuestros desplazamientos, descubrimos de repente que la nieve nos impide llegar a nuestro destino. Llevando, como llevamos, la inmensa mayoría de las mercancías a través de las carreteras en lugar de utilizar el ferrocarril, visualizamos, de repente, miles de camiones aparcados en los arcenes como consecuencia de la nieve, y nos preguntamos de dónde coño habrán salido, sin darnos cuenta de que son los mismos que día a día comparten con nosotros la calzada, esa misma que se lleva decenas de vidas cada semana.
La nieve de los pasados días, como los fuertes calores del último verano, o las lluvias torrenciales vividas en otros momentos, nos hace ver lo precario de nuestra existencia y lo limitado del supuesto dominio sobre la naturaleza que creemos ejercer. Y, a la vez, nos trae el recuerdo de otros momentos en los que la vida era menos trepidante y más amable, y en los que había más tiempo para la conversación, la lectura, los hijos, o la amistad. Al no poder cumplir con lo que nuestra agenda-calculadora tenía programado, nos vemos obligados de pronto a hacer cosas tan inverosímiles como dejar el coche aparcado, jugar con los chavales en la nieve, disfrutar de una buena novela o discutir acaloradamente con el vecino -ese que no sabemos cómo se llama a pesar de vivir en el piso de al lado desde hace quince años- sobre si esta nevada ha sido mayor o menor que la de 1985 o la de 1993. Y, encima, nadie nos ha recriminado nuestra inasistencia al trabajo, pues es obvio que nos era imposible acudir.
Nuestros mayores solían repetir aquello de "año de nieves, año de bienes". Los blancos copos caídos del cielo, amontonados sobre el suelo formando una gruesa capa, filtraban sus beneficios a la tierra destruyendo gérmenes nocivos y humedeciéndola suave y profundamente, creando así las condiciones óptimas para que en la primavera brotaran las semillas que luego habrían de traer el fruto del campo. En la actualidad, nadie piensa que la nieve le va a traer una subida del sueldo, ni siquiera un cambio de gobierno, por más que lo desee. Nos conformamos con que no nos descuentan el día y que, aunque de manera efímera, la poco edificante campaña electoral no haya ocupado el protagonismo principal en los medios de comunicación.
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