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Columna
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Derechos infantiles

Ya está en circulación la quinta entrega de Harry Potter, La orden del Fénix, lo que significa que durante una temporadita vamos a tener a nuestras criaturas leyendo que da gusto. Silenciosas, aproximadamente quietas en la misma posición (fue Kant quien dijo que uno de los logros de la escuela, y no el menor, era conseguir que los niños aprendieran a estar sentados) y despegadas de las pantallas del televisor o del videojuego. Que el hecho de que los niños compren un libro y se lo lean constituya una noticia, incluso de portada, habla por sí solo del estado de la cuestión. Del nivel de lectura entre los más jóvenes; de lectura, en general, con índices que no sólo no despegan sino que se marchitan, que sólo consiguen aparecer presentablemente en las encuestas mediante estrategias como la de considerar lector habitual a quien abre un libro al mes.

Empiezo esta particular declaración de derechos infantiles por ahí, por la necesidad de un debate auténtico, sin hipocresías ni doblez, sobre el tema. ¿Interesa realmente a los poderes públicos que la gente lea? ¿Se valora realmente en nuestra sociedad la lectura? ¿Qué prestigio le queda hoy a la cultura (más allá de ser impulso de rehabilitaciones económicas)? Los más jóvenes tienen derecho a un debate sincero que explique cómo es posible que, habiendo voluntad, no se puedan formar nuevos lectores y sí, en cambio y además rápidamente, recicladores responsables, internautas, cruzados antitabaco o consumidores convencidos de ácidos omega 3, bifidobacterias, antioxidantes e incluso isoflavonas.

Y hablando de comida, el Gobierno británico acaba de anunciar su intención de frenar el sobrepeso de la ciudadanía, poniendo en los productos "de riesgo" advertencias como las que ya figuran en los paquetes de cigarrillos. Algo del tipo "estás cavando tu tumba con los dientes". Segundo punto de esta declaración: el derecho de los niños a no ser empujados a adicciones de las que enseguida van a tener que arrepentirse. Que quitarse. Y ya me estoy imaginando la aparición, cualquier día, de parches anti-bollosrellenosyforrados, anti-galletas de esas en las que, gracias a una tecnología punta, se ha conseguido meter mil calorías en un centímetro cúbico; o parches anti-chuches (los niños del Primer Mundo no esnifan goma, se la comen directamente en forma de fresa o de culebra y con abundante guarnición de colorantes y de azúcar).

Y el derecho a ser educados y escolarizados en la realidad, es decir, en la existencia de diferencias de todo tipo en el seno de la misma sociedad. Para que más tarde, el encuentro con esas diferencias no les condene al desconcierto, la desubicación o el conflicto. Ni a la (con)fusión entre diferencia y desigualdad. El derecho, por ejemplo, a saber que no hay uno sino varios modelos de familia posibles. Que uno (el heterosexual biparental) no es planeta y los demás satélites. Que no hay normalidad en uno (el mismo) y desviación o amputación en el resto. Que todos pueden representar, bajo distintas formas, el mismo fondo de responsabilidad y de afecto. Y digo "pueden" porque no siempre pasa. Y no me resisto a responder a la preocupación de los obispos españoles por los derechos de los hijos de las familias homosexuales, con el recordatorio de las decenas de miles de agresiones domésticas, muchas veces mortales, que se producen año tras año en nuestro país, dentro del modelo de pareja convencional.

Y el derecho a ser instruidos/as en la generosidad, el respeto y los límites. O en el respeto de los límites. Para que luego la vida social, necesariamente en común y en reparto, no les parezca sólo escenario de frustración o de pérdida hiriente.

Casi no me queda sitio para otro derecho que sin embargo considero fundamental. El derecho a conocer que entre un capricho o apetencia y su satisfacción puede ponerse un espacio o un tiempo; y que en esa espera caben muchas de las alegrías de la vida. Es decir, a ser educados en la naturaleza del deseo. El derecho al aprendizaje del deseo. Para otro día.

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