Estación del Norte
Los mozos de cuerda se apoyaban en los mosaicos modernistas que cubrían el vestíbulo de la estación y esperaban la llegada de los viajeros. Vestían blusones grises con un número sujeto por un imperdible a la altura del corazón. Sabían perfectamente que eran el último eslabón de la Estación del Norte, el furgón de cola del largo convoy tirado por la locomotora negra que inundaba de carbonilla los andenes hasta hacerlos impenetrables en la niebla. Recuerdo el denso olor del viaje en nuestra infancia, una mezcla humeante de vapor y hollín.
Ahora, en cambio, todo está limpio y puede verse tal como es. Las seis vías que se pierden a lo lejos. La bóveda. Los bancos. Los rótulos. El gran reloj. Los adornos de la época. Los vagabundos endormiscados. Las estrellas rojas. El abigarrado estilo vienés de los mosaicos con elementos ornamentales valencianos. Un emperador austro-húngaro ensartando con el sable una naranja, más o menos. O lo que es lo mismo: Joseph Roth y Blasco Ibáñez.
"Me informan del coste que tuvo la construcción de este hermoso edificio erigido en el año 1908: 11 millones de pesetas. Pienso que con dos de estas piezas de Lladró se habrían financiado las obras"
Para mí ésta es, desde luego, la estación por excelencia. La de partida y término. Una especie de pila bautismal para quien nace al viaje y también el cofre con los últimos sacramentos para quien regresa de todos los viajes.
Ahora, en su recinto se celebran exposiciones temporales. Por ejemplo, veo una dedicada al Imserso y los servicios sociales en España. En una pantalla se proyectan imágenes del No-Do y sale un ministro de Franco anunciando a mediados de los sesenta la creación del servicio nacional para subnormales, algo que ya existía prácticamente en toda la Europa judeo-masónica. Pregunto a una chica que vigila el stand si esta exposición ha despertado interés: "Más o menos", dice, "aunque mañana ya la desmontan".
En otro ángulo veo a Lladró, quiero decir una pecera blindada en cuyo interior hay un ferrocarril de cerámica bajo cuyos rieles leo un numero de teléfono. Lo marco desde mi móvil para ver qué me explican de esta obra: "El ferrocarril es la pieza más grande que fabricamos, se trata de una serie limitada, cuesta 30.000 euros, pero sin incluir al jefe de estación y a un par de viajeros que completan el conjunto". La voz Lladró añade: "¿Desea hacernos un pedido?". Le digo que me lo pensaré, aunque por 30.000 euros no me compraría nunca un tren de cerámica sino un billete para un tren de verdad con el que darme la vuelta al mundo.
Y así me viene a la memoria la imagen de las niñas austríacas que, poco después de la derrota del Hitler, llegaron a nuestra ciudad para ser acogidas durante un par de años por familias valencianas. Bajaban de los vagones con su nombre escrito en una cartulina de la Cruz Roja. Las familias elegían a las niñas, se las llevaban como quien dice puestas, y desfilaban entre los mozos de cuerda que puestos en fila rendían armas de su pobreza como una guardia de honor. Quizá más de un lector recuerde la escena.
Deambulando por la estación descubro más cosas. Por ejemplo un pequeño gabinete de una esteticista que anuncia su oferta especial del mes: limpieza de espalda por sólo 15.99 euros. La empleada me explica en qué consiste la limpieza: "Usted se quita la camisa y yo le dejo la espalda como la seda, elimino todos los granitos e impurezas uno a uno". La chica me mira entonces con ojos de piedra pómez. Aunque asegura que no me hará daño no me tienta la experiencia, por lo que me despido de ella pensando en mi espalda, en la espalda de la misma chica que me la quiere limpiar, y en la espalda encorvada de los mozos de cuerda de mi infancia, alineados como jornaleros en el vestíbulo de la estación. ¿Qué cara habrían puesto si hubieran visto a la chica que limpia espaldas cobrando en moneda europea?
Ya estoy a punto de subir al Euromed con mi bolsa de libros por todo equipaje, libros que el empleado de seguridad escanea sin descubrir en su interior bomba alguna de relojería intelectual contra el descerebrado pensamiento de este gobierno.
Ya en mi asiento telefoneo al servicio de Prensa de la Estación donde me informan del coste que tuvo la construcción de este hermoso edificio erigido en el año 1908: once millones de pesetas. Claro que eran pesetas de la época, añade el informante. Pero aún así, mi cabeza se vuelve hacia la figurita ferroviaria de Lladró y pienso que con dos de estas piezas se habrían financiado aquellas obras.
Barcelona está mucho mas cerca de Valencia (y viceversa) de lo que algunos políticos de Madrid -y no solo de Madrid- desearían que estuviera. El viaje se hace corto. Empiezo leyendo la prensa del día que recoge las animaladas pronunciadas por varios altos cargos del PP a quienes se encomendó la labor de cargarse como sea a sus adversarios del PSOE. Un subordinado de Aznar insulta desde Murcia a un político catalán llamándolo borracho. Después pide disculpas pero lo hace de tan mala gana que parece estar él mismo bajo el efecto alucinante de su propia borrachera de poder. Pienso que el insulto seguido de disculpas se ha puesto de moda porque permite seguir insultando impunemente. La única disculpa aceptable es la dimisión de un cargo público. Para insultar que lo hagan desde su casa. Y pienso que en esta escuela de improperios baratos se ha formado una ministra que es capaz de equiparar a los políticos del PSOE con los terroristas de ETA. Semejante delirio no merece desautorización de sus mandos. Aquí no pasa nada. El gran jefe de estación inoculó el virus del insulto a sus guardagujas. Tú insulta, les dijo desde la calle de Génova, hasta que vayan descarrilando unos tras otros.
Por último pienso que el estilo faltón de Matamoros, un soez mamporrero de la televisión basura, alcanzó de lleno a Javier Arenas. Pero así como Sardá tuvo el sentido común de echar de su programa al gamberro mediático, Aznar parece achuchar a sus imitadores desde el centro del gran plató nacional. La grosería es elegante siempre que resulte útil.
De este modo los candidatos del PP hacen alardes de sus torpes pantomimas: en las fiestas de sociedad besuquean la mano a las damas derechonas pero en cuanto se echan a la calle insultan a la izquierda sin enjuagarse siquiera esa misma boca.
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