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Columna
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Rif

Se sintió en Málaga y en Nerja el terremoto de Alhucemas. Se despertó la gente, se asustó. Está cerca el Rif, a doscientos kilómetros, y a la vez exige un viaje larguísimo, en el tiempo. El África mediterránea del antiguo Protectorado Español fue una especie de extensión de Málaga en torno a Melilla, con su aspereza de montes y agricultura pobre. Cuando en los años setenta y ochenta del siglo pasado mis amigos viajaban a Marruecos con espíritu de daneses o ingleses de mirada azul, yo los veía como verdaderos impostores porque conocía el país, que no era exótico: sólo era un recuerdo de mi infancia en los años cincuenta y sesenta.

Creo que mi primer recuerdo es un terremoto, en Albolote, en Granada. Mi padre fue al cine, y me llevó con él, al Aliatar granadino. Se apagó la luz, se fue la película, a media tarde. Hubo centenares de muertos. Yo era muy chico, pero puedo acordarme. No me acuerdo del temblor, me acuerdo de que se apagó la luz. Albolote no sería entonces muy distinto de los pueblos bereberes del Rif. Los bomberos de Sevilla, Huelva y Málaga vuelven a sus cuarteles desde Alhucemas porque sus equipos para ciudades de hoy son ineficaces en casas dispersas de piedras y barro, exactamente iguales a las que se veían aquí hace cuarenta años cuando se salía a la carretera.

Entonces la gente de Málaga o Granada emigraba al oeste del Protectorado Español, en torno a Ceuta, frente a Cádiz, lejos del hondo Rif. A Tetuán, donde mi abuelo tuvo una mítica fábrica de chocolate, o a Tánger, ciudad próspera, internacional, puerto franco para industriales, artistas y aventureros del mundo. La poeta inglesa Ruth Fainlight recordaba no hace mucho su amistad con Silvia Plath y Jane Bowles. Bowles vivía en Tánger, donde proyectaba Fainlight instalarse en 1962, cuando Tánger ya era del Reino de Marruecos y se iban los extranjeros. Huían los hombres de negocios europeos y americanos, y abundaban los nativos sin trabajo, "fumando, taciturnos, reunidos silenciosamente alrededor de mesas de café", mientras la poeta Fainlight, según lo cuenta, vivía en el mundo de los forasteros encantados. Pensó quedarse en Tánger y sus espléndidos bloques de apartamentos vacíos, construidos por los mejores arquitectos de Italia con los mejores materiales, mármoles y maderas preciosas, pero había tantos pisos libres, y tan baratos y fantasmales, que no supo elegir y se volvió a Inglaterra.

Tánger ya había empezado a convertirse en una ciudad muy semejante a las andaluzas de aquel tiempo, como muy parecidos a los nuestros eran los callejones y los montes y los campos del Rif que recorrí en 1978 y tanto me recordaron a Granada. Esa semejanza quizá explique el hecho de que, durante los años cuarenta y los primeros cincuenta, para combatir a los guerrilleros antifranquistas de las montañas de Nerja, el Gobierno mantuviera en Frigiliana un tabor de regulares, tropas marroquíes del ejército español, para someter a los marroquíes: tratar como rifeños a los de la costa de Málaga y sus alrededores, lugares legendariamente sospechosos de piratería e invasiones berberiscas, ha sido una constante de la historia de España.

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