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Columna
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Vermeer

Entrar en el interior de un cuadro tiene algo de travesía onírica, como amanecer en un país desconocido donde la luz adquiere una inclinación distinta y se habla otro idioma. Hay que observar una a una las pinceladas hasta que las fracciones se juntan y uno llega a preguntarse cómo habrá sido la vida de esa gente que nos mira imperturbable desde la unidad de un lienzo. Estamos en los Países Bajos dominados por los Habsburgo. La Holanda levantada contra el mar por los constructores de diques era un país fragmentado por las controversias religiosas, con plazas de piedra y ciudades apiñadas en torno a los gremios, como la villa burguesa de Delft. Pero para comprender la intimidad doméstica de sus habitantes hay que asomarse a la ventana de quien la pintó como nadie, Jan Vermeer.

Muchos pintores estuvieron obsesionados por las ventanas. El arte del Renacimiento descubrió la naturaleza, conquistándola a través de la ventana de un palacio y más tarde los paisajistas flamencos convirtieron la perspectiva en una lejanía silenciosa. Pero a Vermeer no le interesaba el exterior, sino los interiores de las casas. Sus cuadros producen la impresión de ser un espacio privado en el que podemos sorprender a una mujer leyendo una carta o vislumbrar el rincón de una cocina en la que una joven vierte leche en un jarro como en un acto litúrgico. Le interesan esos pequeños detalles: la mirada enigmática de una muchacha con turbante, el punto mínimo de luz de una joya en el claroscuro del cuello...

El director de cine Peter Webber se pasó horas delante de este cuadro antes de empezar a filmar La joven de la perla. Todos los detalles de la película están pensados para recrear una atmósfera pictórica: el corte de una remolacha cuyo jugo impregna el filo de un cuchillo, un bol de plata que refleja los destellos solares en la pared de un patio, la nieve helada en los canales, los interiores de una vivienda burguesa con grandes vacíos y un silencio tan blanco entre las figuras como la capa de yeso con la que Vermeer encolaba sus lienzos. La relación entre el pintor y la joven sirviente que toma como modelo era una relación imposible no sólo por las diferencias sociales y religiosas sino por la propia frontera que separa la realidad y la ficción. Un abismo que a veces los protagonistas consiguen salvar. Y el enigma del cuadro está precisamente en el misterio delicadísimo de un deseo que no puede consumarse, pero que sin embargo sirve para crear un universo poético.

Vermeer mezclaba él mismo los colores: la malaquita, el bermellón, el ocre rojo... y después los emulsionaba con aceite de linaza hasta conseguir texturas de una calidad que nadie jamás ha conseguido igualar. O casi nadie.

Al final de la segunda guerra mundial, cuando los aliados entraron en Alemania, encontraron varias obras de Vermeer adquiridas por el ministro nazi Goering. Las facturas remitían a un tal van Meegeren que inmediatamente fue detenido. Ante la gravedad de la acusación de colaboracionismo, el prisionero se vio obligado a confesar que no eran cuadros auténticos. Pero las réplicas eran tan buenas que la comisión investigadora de expertos en pintura no le creyó y van Meegeren para salvar el pellejo tuvo que desvelar que el azul de sus falsificaciones estaba conseguido a partir de un pigmento moderno a base de cobalto y no del lapislázuli que empleaba Vermeer. Un secreto que hizo tambalear los doctos cimientos del mundo del arte. Pero ésa es otra historia.

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