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Reportaje:

Pasión y sepultura de una sardina madrileña

Culminan hoy los carnavales con un funeral bufo convocado, como hace siglos, en la ribera del Manzanares

Todo está listo para la velada que comienza a las seis de la tarde de hoy junto a San Antonio de la Florida, en el puente de Reina Victoria, que cruza sobre el río Manzanares: de una parte, habrá chisteras, capas y fracs. De la otra, trajes negros, con faldas cortas, velos de encaje y moños con pingorotes. Una charanga con saxo, clarinete y algún que otro tambor alinearán un cortejo ruidoso de adultos con estandartes y máscaras. Enredando, centenares de niños a quienes aguardan hasta 270 kilos de caramelos en sacos transparentes. Habrá, además, confetti, matasuegras y guirnaldas. Quien protagoniza el acto viaja en medio del mogollón dentro de una caja de 44 centímetros de longitud y un palmo de anchura; es de madera verde con herrajes dorados y este año lleva pintadas sobre fondo azul cuatro figuras, una de ellas, autorretrato de su pintor, Miguel Ángel Rodero. Dentro del ataúd, recostado sobre relleno satinado y rojo, un pescado de madera, de apenas un palmo, recubierto con encajes oscuros que ocultan sus escamas. Es el Entierro de la Sardina, ceremonia inmemorial que rubrica en Madrid el fin de los carnavales.

Los organizadores mojan a todos con escobas empapadas en cubos de vino
La fiesta ha llegado a reunir hasta 3.000 asistentes, según la cofradía convocante

Los enterradores componen una cofradía renacida en el Rastro madrileño en 1952 de la mano del anticuario Serafín Villén después de una larga noche de censuras y prohibiciones bajo el franquismo. "Años ha habido en que se han congregado aquí hasta tres mil personas", explica Juan Manuel Sánchez Ríos, catedrático en la Escuela Municipal de Cerámica y hasta el pasado año presidente de la Alegre Cofradía del Entierro de la Sardina de Madrid, cargo en el que le sucede ahora Antonio Hidalgo, anticuario con tienda abierta en el Rastro. Este funeral bufo era así llamado porque el espinazo del cerdo, que se enterraba, era nombrado antiguamente como sardina.

Su origen se vincula al gran zoco callejero madrileño, donde tiene su sede, en la calle de Rodrigo de Guevara, la organización que lo regenta. La Alegre Cofradía cuenta con un centenar de miembros. Su directiva tiene cita hoy, a la una de la tarde, con el alcalde en la Casa de la Villa. Hasta allí llegarán sus miembros tras driblar tabernas en la zona de la ribera de Curtidores y la calle de Toledo, a donde retornarán todos para almorzar.

Tras la sobremesa, se encaminarán hacia el puente enclavado frente a la ermita de San Antonio de la Florida, donde el cortejo quedará formado por un grupo de hombres con atuendo solemne, tocados de chisteras y encapotados bajo capas con broche plateado. Conducen a la sardina sobre una cama de hilos de seda y, en su avance, la difunta se ve zarandeada entre cánticos y sermones. Desde su cercana estatua, Francisco de Goya contemplará el desfile civil ataviado de guirnaldas, las mismas que ornamentarán el puente por el que el tropel de la comitiva cruzará al poco, "aunque caigan chuzos de punta", dice un cofrade. El gentío marchará a saludar al gran árbol Capitán, que pintara Goya, que se alza en la zona de la calle del Comandante Fortea, al otro lado del río. Tras saludar al magno vegetal -cuyo encapsulamiento dentro de una urna ha sido provisionalmente desestimado por el Ayuntamiento-, adultos de ambos sexos, con cirios algunos, con velas otros, rezarán letanías recitadas desde los textos de una guía telefónica de páginas amarillas, que serán coreadas por los asistentes. Asimismo, con la música de la canción italiana Marina, Marina, contigo me quiero casar, que la tradición ha acabado por imponer trocando tal nombre por el de sardina, los desfilantes entrarán en la Casa de Campo y en la fuente de El Pajarito invocarán al arenque cuya sepultura allí se consuma.

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"Discurrían a veces los mozallones con cubos de vino en los que metían escobas que, una vez remojadas en el rojo líquido, hisopaban sobre la multitud allí congregada", escribía el cronista y alcalde Ramón de Mesonero Romanos en 1837 sobre esta extraña procesión, que hunde sus raíces en la noche del tiempo.

Según explica Juan Manuel Sánchez Ríos, "bajo el reinado del rey Carlos III, la nobleza madrileña se planteó festejar los carnavales de una manera que no encocorara a la Santa Inquisición. Mientras se hallaban reunidos", señala, "el aristócrata anfitrión quiso agasajar a sus invitados con sardinas traídas desde el Cantábrico para la ocasión", detalla. "Entonces, al abrir las espuertas donde el pescado se hallaba, pudieron comprobar que estaba al completo podrido. Se dispuso enterrar los restos del pescado junto a la fuente de La Teja, allende el Manzanares. Aquel enterramiento fue percibido en Madrid con chacota y desató las chanzas del pueblo madrileño. A partir de entonces, majos y chisperos acabaron por celebrar cada año el entierro de la sardina.

Luego, esta tradición fue aderezada con vino y guasa por la imaginación popular, espoleada por los deseos de resarcirse de la disciplinante e inmediata Cuaresma, ya que el entierro se celebra siempre en el penitencial Miércoles de Ceniza, que la preludia.

"Hemos conseguido coleccionar todos los ataúdes de la sardina desde el año de 1965", explica Antonio Hidalgo, mientras los muestra con orgullo. Entre sus pintores, el propio ex presidente de la Cofradía o ilustradores como Serafín, aquel dibujante de marquesas con collares de perlas, o Kalikatres, que adquirieran nombradía en la revista La Codorniz. También una mujer, Virginia Domínguez, decoró una de estas cajitas, que, desde luego, se conservan siempre y forman parte del patrimonio antropológico madrileño.

El entierro es, para sus cofrades, "ocasión para el estallido de la diversión, la amistad y, también, el morapio", como recogiera Francisco de Goya en un asombroso lienzo que puede contemplarse en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en la calle de Alcalá, 13. En él combina con un juego de invisibles diagonales la magia de la marcha danzante, donde el estandarte del dios Momo, rey de la risa, y el espacio escénico creado por su contorno circular permiten, casi, escuchar el impacto de un tambor que hoy volverá a meter su ruido en el turbión de una tradición madrileña, evocada también en ciudades como Murcia y San Sebastián.

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